jueves, 27 de octubre de 2022

 

La Noticia

Jaime Larraín Ayuso

 

Llovía como si nunca lo hubiera hecho. Las calles y los autos se habían diluido con el vendaval y una inmensa soledad se había apoderado de él bajo aquel paso nivel donde había mal dormido hasta que el retumbar de los truenos y la luz violácea de los relámpagos lo sacaran de un sopor maloliente. Maldijo al servicio meteorológico que había prometido sol y una tibieza otoñal. Le olió a engaño y no a equivocación, sospechó de mala intención, de contubernio, sin poder dilucidar, aún, una posible motivación torva. A intervalos aleatorios, alguna silueta atravesaba la cascada para refugiarse brevemente bajo el puente, unos sonreían compungidos y luego seguían su camino desapareciendo en el diluvio. Otros, aprovechaban de tirar los restos de un paraguas que como murciélagos enloquecidos habían muerto bajo la lluvia y el viento. Habían prometido sol, mascullaba con indignación, aunque ni el sol ni la lluvia le importaban sino el engaño. Llevaba varios días vagando por la ciudad sin comprender por qué aquella mujer de ojos de mar, que le había enamorado hasta decir basta, con la que habían compartido risas, viajes, sueños y detalles inolvidables, había llegado al punto de acusarlo de abuso de su pequeña Matilde. Ya no le preocupada que la justicia hubiera hecho justicia, declarándolo inocente, como lo era, sólo pensaba como un hámster atrapado en una carrera sin destino, devastado por la mentira. ¡Cuánta ira habrá acumulado para vengarse con tal crueldad! Era inocente, pero el daño ya estaba hecho, era irremontable. ¡Cómo borrar los interrogatorios que su pequeña Matilde, con sus precarios 9 años, tuvo que afrontar, y que nunca más podría olvidar!

El descalabro del juicio, abogados en busca de una tajada suculenta, mayor a la que ya se habían llevado con su BMW; la farándula de los Medios; y la defensa corporativa de género por parte de algunas fundamentalistas, culminaron en el despido de Research Data Media, donde había trabajado por años como analista de tendencias. Desvinculación, como eufemismo de despido, por necesidades de la empresa, le dijeron. La mentira lo había despojado de todo, incluso de la confianza en el ser humano. Se sentía infinitamente solo, desamparado, sin saber dónde ir, atrapado por la lluvia, sin horizonte y sobrecogido por el traqueteo de un tren invisible que atravesaba el temporal como si nada le importara. Pensó en el suicidio, varias veces, pero terminó descartando esa posibilidad porque tenía olor a fracaso y derrota. Debo seguir adelante, encontrar un trabajo, rehacer mi vida, se repitió, pero sin creerlo en absoluto. Todo es una gran mentira, gritó bajo la bóveda en el preciso momento en que un tren lo acallaba con un bufido ronco.

Recién a las tres de la madrugada el viento amainó dejándole un espacio de calma para pensar en el futuro. Concluyó que sabía mucho de datos, de informática, de Medios, de algoritmos, y por otra parte tenía una profunda desconfianza en el ser humano, a excepción de Matilde a quién vería crecer bajo los designios de las visitas programadas por un juzgado de familia. En el desvarío de aquella noche decidió tener un perro para que le devolviera una genuina mirada de confianza y lealtad en días aciagos o en noches de soledad.

La idea que se le vino a la mente estaba cargada de rabia, resentimiento, y de un inconfesado deseo de venganza. ¡Quieren mentir, ahora tendrán mentiras!!!, gritó desafiante, ya recargado de energías y dejando, como las culebras, la piel de víctima con la cual había reptado las últimas semanas.

Mentir por mentir no tendría mucho efecto y probablemente se le volverían en contra, y se sintió ridículo e impotente. Pudo imaginar a abogados que como gárgolas sedientas lo demandarían por difamación, sacándole hasta el último billete. Sentir la impotencia y sus respectivas náuseas y vergüenzas terminó siendo una epifanía inesperada. La conclusión fue sencilla y quizás de sentido común pero nunca imaginó que sería tan decisiva: Lo primero es ser potente y luego, desde ese poder, mentir a destajo, impunemente. La culpa ni siquiera era motivo para pensar, ya había sido extirpada a manotazos y desgarros por la venganza que no estaba dispuesta a que le temblara la mano. Ahora, se dijo, vendría lo difícil y se puso a estudiar el mercado y pronto se vio estudiando la naturaleza humana. Mal que mal, se trataría de mentirle a un humano.

No pasaron más de diez semanas y ya había nacido Mimetic, inscrita legalmente y con su primer producto ya instalado en las redes sociales: “Cuente su Verdad”. Le hubiera gustado que se llamara Fake Fuck News pero eso atentaba con la idea de la clandestinidad necesaria. Había evaluado también llamarle ML por su nombre, Max Laier, pero prefirió un nombre de marca que no le involucrara. Nunca se sabe, se dijo, desconfiando del futuro. Mimetic, en cambio, camuflaba el verdadero giro del negocio bajo una apariencia de fantasía y de una fachada como empresa Consultora, especialista en Data. El mimetismo, había leído, es el arte del engaño, como lo han venido practicando numerosas especies para sobrevivir. Algunas para pasar desapercibidas y otras para optimizar la depredación. Los humanos habían tomado este arte de la naturaleza llevándolo a sofisticadas estrategias de guerra, al espionaje y, por cierto, a la especulación financiera. Poco a poco fue descubriendo la envergadura, sofisticación y virtuosismo del mentir verdadero. A la fascinación por el tema le siguió la inseguridad del aprendiz, aunque algo ya había practicado a lo largo de su existencia. Sobre todo, había practicado la mentira defensiva, para no ser castigado, pero ahora era el momento de pasar a la ofensiva y aplastar a quienes le habían secuestrado su vida para siempre.

Como experto en Datos y estadísticas, siempre había tenido cierta fobia a lo intelectual, sin embargo, las exigencias del negocio le estaban obligando a redactar algún textito, sencillo, potente y sobre todo alguna frase dicha por alguien respetable que respaldara la genuina necesidad de mentir. Como sustento ideológico, al elaborar la Visión de la empresa, tomó párrafos sueltos de Goebbels y otros de Maquiavelo, logrando que encajaran en una coherencia interna que le ayudaría a vender sus servicios. Leer la prensa, ver noticieros, seguir a la farándula, se convirtieron en un trabajo diario a fin de detectar a su futura clientela. El primer contrato lo consiguió después de descubrir la desesperación de un grupo político incapaz de contener los cambios sociales en un pequeño país de Latinoamérica. El Presupuesto fue considerado muy abultado, exorbitante, pero Mimetic argumentó que, si bien era suculento, al lado de lo que perderían no era más que una bicoca irrelevante. Tras ese éxito apabullante, quedó demostrado con cifras que la gente se traga la mentira como si fuera dulce de leche. Sin duda, la materia prima de Mimetic era el Miedo, en sus diversos formatos y obviamente era necesario identificar los mayores miedos que la población acarrea en silencio, envueltos en resignación.

 “La función de la agitación de masas es explotar todos los agravios, esperanzas, aspiraciones, prejuicios, miedos e ideales de todos los grupos especiales, sean sociales, religiosos, económicos, raciales, políticos”, había escrito J. Edgar Hoover, y a Mimetic le pareció que, viniendo del Director de la CIA, era un mandato casi religioso, que mantuvo con discreción y decoro.

Los éxitos se sucedieron como espuma y Mimetic debió contratar personal y abrir sucursales en varios países, no tanto para facturar sino para investigar a la población y a los personajes protagónicos de esa sociedad. La gestión seguiría estando bajo una mano firme, que ya había demostrado ser un As para detectar oportunidades. Por lo pronto, había hecho alquimia, convirtiendo toda la mierda que le tiraron encima, dejándolo anulado bajo un paso nivel de tren, en millones de dólares. La voracidad le llevó a diversificar las áreas de la empresa, tarea que fue paulatina y siempre al filo entre la audacia y el terror. Estaba aprendiendo un deporte de alto riesgo sin haber entrenado lo suficiente. La pareció, intuitivamente, que una primera andanada de mentiras debería servir para erosionar las confianzas, corroer, oxidar, lentamente al más duro. Así creo su primera área de especialización, la encargada de los Desprestigios, el área D. Le tomó algún tiempo el poder concluir y cuantificar los estragos del desprestigio, su duración en los Medios y las estrategias de respuesta de los ofendidos. Iba aprendiendo y refinando. La nueva área de Difamación fue un área más dura que la anterior, diferenciándose en que ya no se trataba de corroer sino de perforar. Obviamente, la tarifa era superior, como lo indican las leyes del mercado. Área DI se llamó para diferenciarla del Área D. Ambas áreas estaban focalizadas en personas o empresas y Max no tardó en descubrir que la llamada opinión pública era el telón de fondo donde danzaban las mentiras lacerantes del Área D y DI. El clima social sería un área nueva, cuyo objetivo, aparentemente más disperso e invisible era muy funcional a políticos, economistas, y al rating. El área CC se ocuparía de mantener la atmósfera amenazante de Caos o Crisis, alentando el clima de inseguridad y delincuencia, temas que encabezaban las inquietudes ciudadanas. Pronto, el Área CC se desgajó a pedido de algunos economistas que reclamaban un espacio para adivinar el futuro con suficiente desparpajo. Fue el área AE, el área económica encargada de sostener el miedo a la inflación, al despido, a la cesantía.

Y una cosa lleva a la otra. El área PC se creó internacionalmente para alertar sobre el populismo y los caudillos, especialmente los de izquierda, a fin de garantizar estabilidad social, inversión y una cifra de riesgo país medianamente decente. Un hijo natural del área PC fue el área EF que tendría la significativa misión de elaborar Encuestas falsas y además dar apoyo estadístico a todas las demás áreas. Por sobre todas las siglas correspondientes a las diversas áreas estaba “O”, el exclusivo departamento encargado de Orquestar todo lo anterior.

El crecimiento de Mimetic no estuvo exento de resbalones, de mentiras mal instalades o de réplicas feroces, asunto que obligó a echar mano a la creatividad para evitar los tribunales. Desprestigiar a jueces fue una medida en defensa propia pero luego fue un buen producto, muy demandado por políticos y empresarios neoliberales, que incrementó notablemente la facturación de Mimetic.

En forma secreta y por fuera de Mimetic, se sumó una empresa de escuchas telefónicas, un grupo de paparazzi encargados de dar soporte realista a las mentiras y, obviamente, se instaló la central de blops a buen resguardo de la ubicación IP. El departamento que más creció fue el de diseño gráfico que no daba abasto para ilustrar tanto contenido tendencioso. Como en toda empresa, surgieron problemas internos en las áreas creativas. Allí bullía una pugna entre aquellos diseñadores e ilustradores que tenían tendencia a caricaturizar las mentiras, y con ello a perder eficacia, y aquellos, Los Perfeccionistas, que defendían su oficio sin pretensiones artísticas o empecinados por construir algún curriculum futuro. Para dirimir este asunto, se creó un pequeño comité con aires de estudio de mercado para evaluar la aceptación o rechazo de los mensajes. Los primeros estudios confundieron aún más las cosas. La caricatura, entre los jóvenes, generaba simpatías burlonas y sarcásticas que no restaban credibilidad a la mentira, sin embargo, entre los mayores, acostumbrados a la foto periodística para certificar algo, éstos parecían dudar de la procedencia de la información, aunque igualmente creían a pies juntillas cualquier noticia intranquilizante.

La gran nave Mimetic surcaba los mares sin zozobras y la vida de Max discurría tranquila, sin notar la adrenalina que lo había hecho adicto y que le regalaba esa sensación placentera de la venganza bien parida. Aquella noche, al volver a su departamento, después de la celebración de siete años consecutivo de éxitos, se encontró con la mirada huidiza de Winwin, su querido Golden Retrivel con el que compartía soledades en aquel ático, mirando hacia una ciudad que se difuminaba con el parpadeo de luces lejanas. Lo notó extraño, distante, con una mirada de reojo, desconfiada, como si supiera algo que el aún no vislumbrara. Buscó alguna explicación y rellenó el pocillo con agua, y nada, agregó pellets, pero la mirada desconfiada aún lo rehuía desde un rincón. Intentó acariciar su cabeza, pero Winwin respondió con un delicado pero amenazante gruñido. Prendió el televisor para distraerse y el noticiario de medianoche recordó la conmemoración del atentado terrorista en Atocha, aquel 11 de marzo del 2004 y Winwin comenzó a aullar desconsoladamente como un lobo atrapado en su propia soledad.

Paso el tiempo, los meses, pero la imagen de su perro llorando no se le iba de la mente y menos del corazón. Sólo eso alteraba el deslumbrante éxito de sus negocios, que ya marchaban sin mayor esfuerzo, sólo impulsados por el viento de los logros. Su habilidad para detectar la mentira creció hasta lograr un grado de infalibilidad muy alto, incluso comenzó a identificar cuando las personas se mienten a sí mismas y construyen auto relatos patéticos de los cuales se vanaglorian con orgullo y desdén. Identificar la mentira en otros, en la televisión, en los políticos, en la publicidad, o en la tiendita de la esquina era un placer enorme, un permanente acertijo que lo convertía en adivino y le otorgaba la seguridad del vacunado, de que nadie, nunca más, podría mentirle, como la madre de Matilde, que le había estropeado la vida. Más placer le producía el acto mismo de mentir, era todo un arte que articulaba una dosis de verdad, la mentira misma y las expectativas del interlocutor, o dicho de otra manera, su predisposición a ser engañado. Al igual que un escritor que vive al interior de una trama durante los meses que demora el escribir la ficción, la mentira exige contarla desde dentro con tanta verdad como viven los personajes de una novela. Más de alguna vez, en alguna reunión social, citó a un autor a modo de identificación: “Entre todas las ficciones, la que menos le gustaba era la realidad”, decía el citado autor, dando por hecho que la realidad es en sí una ficción, a la vez que insinuaba o al menos Max así lo entendía, de que una ficción literaria no es más que una mentira bien contada, a tal punto que se constituye en verdad. En su práctica del mentir, había diferenciado el mimetismo del camuflaje que, aunque similares como intentonas de engañar, tenían una delicada diferencia. Mientras el mimetismo consistía en hacerse parte del paisaje, el camuflaje ponía su acento en esconderse. La mentira del mimetismo era ciertamente más existencial y la del camuflaje algo más anecdótica. Algunas de estas reflexiones eran propias pero la mayoría eran sacadas de libros y de horas navegando en las redes. Saborear el momento en que la mentira se apoderaba del otro, dejándolo indefenso ante una sola verdad y a ninguna alternativa era un placer inigualable, casi erótico. Mentir bien es un placer, pero tiene un lado oscuro, o al menos triste: debe ser un oficio clandestino, como la vida de un ladrón de joyas o de obras de arte que debe respetar un hermético anonimato, ajeno a vanidades y vanaglorias. Mentir exige discreción total y, por tanto, la acuciosa dedicación para no dejar huellas ni cabos sueltos. Es muy laborioso mentir profesionalmente, tan laborioso como preparar el robo de un banco o un museo. Los preparativos de la mentira son desafiantes y plagados de una incertidumbre adrenalínica, pero el momento de ejecutar la mentira y como ésta se va trenzando con la realidad del engañado no tiene precio. Mas de alguna vez se propuso decir la verdad, pero comprobó que tenía tanta validez como una mentira y así fue concluyendo que las personas escuchan lo que quieren escuchar, que están más preocupados de lo que quieren decir y así, en ese aturdimiento por opinar algo, terminan atrapados por el engaño. Durante la mentira bien urdida está el momento que Max llamaba secretamente el “cansancio del salmón” que no era otra cosa que soltar cuerda hasta que el salmón se canse de su esfuerzo para luego recoger la lienza. Y así lo hacía, soltaba la carnada y esperaba que la persona se agotara contando lo que tenía atragantado, los juicios o las rabias inconfesadas, hasta que se producía el momento para instalar la mentira. A veces, según la ocasión, lo hacía desde una pregunta presuntamente inocente y otras desde un proceso de seducción pletórico de entusiasmo o de una épica irrenunciable. Dado que el mentir exige estar vacunado de la inocencia y estar fuertemente contaminado de desconfianza, el mentiroso, se decía Max, siempre tendrá un Plan B para huir, y de ser pillado infraganti deberá tener una mentira prefabricada, jamás una negación o una disculpa, sólo una nueva mentira que supere a la anterior. Afortunadamente para Max, el niño Max había desarrollado una memoria descomunal que le permitía recordar, como aún recordaba el bulling y algunas traiciones sufridas, cada mentira, cada detalle, de modo que nunca le asoló la desconfianza de estar confundiendo una mentira con otra. En estos deleites vivía Max, entremezclando su histrionismo con numerosas conquistas, declarándose definitivamente feliz y suficientemente confiado de que nunca más sería engañado.

Aquella mañana, mientras intruseaba en las redes sociales con el morbo justo y necesario para no considerarse un adicto, quiso tomar un sorbo del café que acostumbraba a desayunar en su ático, cuando Winwin volvió a aullar con desespero. Había pasado justo un año y mañana, de nuevo, sería un 11 de marzo. Intentó dejar de lado ese inquietante momento y siguió hurgando en las noticias, las de farándula y de los otras. Como una jabalina clavada en el pecho, una noticia lo dejó pasmado. Intentó dejar el café en la mesita, pero lo depositó en el aire. Le galopaba el corazón y no sabía si recoger las esquirlas de la taza, limpiar el café de sus tobillos o continuar leyendo. La noticia era inequívoca y literalmente letal:

“Fallece exitoso empresario Max Laier Wolff.” Tras una breve reseña de sus logros como asesor de gobiernos, países, e instituciones, la nota agregaba: Las exequias se realizarán mañana 11 de marzo a las 11:00 AM, en la Capilla de la Iglesia del Pilar, junto al Cementerio Católico “La verdad redime”.

A Max no le cupo duda de que la noticia se refería a él, incluso la foto coincidía, y la referencia a su hija Matilde era precisa: una adolescente que estudia Ciencias noéticas en la Universidad de Friburgo donde pronto entraría a estudiar Ingeniería Genética con especialidad en el Modelo Crispr. ¡Todo eso lo sabían, y con detalles!!!

Obviamente era un rumor, una fake news, de hecho, podía demostrar que estaba vivo. Sólo era una vulgar mentira para arrebatarle el trono en el negocio, una burda maniobra que obviamente vendría con aderezo hasta convencer a la opinión pública de que estaba muerto, aunque estuviera vivo. Sabía que sería tema de matinales y noticieros, sabía que habría entrevistados que asegurarían que la enfermedad terminal la mantenía en secreto, que su mente desvariaba y que la lucidez de antaño se había esfumado. Lo sabía porque quien mejor que el profesor podría saberlo. Todo eso le obligaría a contratacar, asunto que le pareció desafiante e incluso entretenido. Por ahora, la curiosidad estaba focalizada en el funeral de mañana. No pudo resistir la tentación de acercarse a la Iglesia del Pilar para comprobar cómo y con qué nivel de sofisticación habían armado la noticia, aunque podría apostar, con su experiencia, de que nada especial ocurriría. Pero a lo lejos vio llegar a Matilde, llorosa y vio un féretro entrando a la iglesia, le pareció ver a su ex consolando a su hija, aunque los arbustos le impedían ver con claridad. Permaneció oculto hasta que los deudos, entre los cuales divisó a algunos clientes, se hubieran alejado para conversar con el párroco. Haciéndose el despistado, preguntó por el nombre del difunto. Nombre que el sacerdote, sin mirarle a la cara, deletreó con parsimonia vaticana en el libro parroquial: Max Laier Wolf. ¿Vio al difundo?, fue la siguiente pregunta. Lacónicamente el prelado aseveró que el ataúd venía cerrado y sellado, y desapareció en la sacristía como alma en pena antes que alcanzara a preguntarle si el occiso era gordo o flaco a fin de evaluar si el cajón estaba vacío o no.

No pasaron muchos días hasta que consiguió, con un amigo abogado, la exhumación del cadáver. Una llovizna persistente y una ansiedad ilimitada sostenían ese evento íntimo de desenterrarse a sí mismo, aunque su intuición le decía que aquel cajón vacío no era más que una burla de quienes le estaban usurpando el negocio y, de paso, erosionando su seguridad. Le extrañó que los tornillos de la urna estuvieran oxidados, pero esperó pacientemente junto a los 4 testigos que por ley debían confirmar la identidad del muerto. El único que se sorprendió al abrirse el féretro fue Max Laier que vio a Max Laier en el cajón, aunque con 19 años menos, vestido con aquella chaqueta de tweed con la que viajó a Madrid para encontrarse en Atocha con la que sería su esposa, ya embarazada de Matilde, aquel 11 de marzo. Apenas reconocible, la chaqueta estaba apolillada pero el cadáver estaba intacto, casi vivo. Disimulando el impacto, agradeció con un gesto impreciso y se alejó, confundiéndose con la neblina para encontrar allí, alguna explicación plausible: estoy vivo y también estoy muerto hace 19 años, y lo repitió varias veces para exorcizar la paradoja. Todo fue una mentira, y también una verdad, agregó a sus pensamientos oscilantes, para poder comprender, si es que era posible. Saliendo del cementerio caminó sin saber a ciencias cierta si existía. Y de lo único que tuvo certeza, unos metros más allá, fue de que eso nunca lo podría contar a nadie a riesgo de ser acusado de mentiroso.

9 octubre 2022 /Palermo


sábado, 6 de agosto de 2022


 

Extracto de la novela ”Algo huele mal”

 

Comenzó a sentir un hormigueo en la planta de los pies y una sensación de no pertenecer a su cuerpo le fue invadiendo hasta convencerlo de que estaba muerto. Ajeno a todo, le pareció que recobraba su identidad y al abrir los ojos, se encontró en medio de la vastedad de un desierto infinito, inmóvil, sólo agitado por las vibraciones de un espejismo que ondulaba la línea del horizonte con un vaivén suave. En esa calma soledad, el graznido de un ave prehistórica le volteó la mirada hacia las nubes espesas, escudriñando entre ellas para descubrirla. Pero no había nada, sólo se retorcían las nubes, entre voluptuosas y amenazantes. Debo estar soñando, pensó por un momento, pero sintió que sus pies ya no hormigueaban sino que se multiplicaban en miles de raíces que presurosas buscaban adentrarse en la tierra, con la ansiedad del sediento. Estaba anclado al terruño, inmovilizado como una estaca. Quiso hacer una torsión para liberarse, pero sus brazos se habían convertido en ramas y le hizo gracia agitarlas para recordar el viento que movía las hojas cuando era ese niño que, desde la cuna jugaba con el sol filtrado por el follaje de aquel jardín, se dio cuenta de que existía. Embelesado con su follaje, se percató que era un árbol que, aferrado al suelo, estaría siempre solo, alimentado con el sol y con la alegría de mover sus hojas. Mientras oteaba al horizonte, buscando pájaros en tránsito, comenzó a sentir un cosquilleo en sus raíces y un deseo voluptuoso de atrapar aquella sensación. Cuando se hizo de noche y el páramo parecía vibrar con las estrellas, tuvo la certeza de que estaba unido a otros árboles en un abrazo subterráneo, y se dejó llevar por la red. Supo que había pasado por debajo de un bosque, que a ratos debía acercarse a la superficie para saludar a algunas hortalizas, visitó el mato grosso e incluso, bajo los desiertos, encontró a quien saludar. Pensó que quizás eso era el amor y continuó viaje, reconociendo a olmos, robles, secuoyas, cerezos, respetando sus identidades en medio de la mayor comunidad radicular que nunca haya existido. Se adentró más profundo y compartió con algas y corales. Al amanecer, volvió, trepó por su tronco, saludó al sol, y desde la atalaya de su follaje comprobó que estaba solo, solo en la superficie, pero muy acompañado debajo de ésta. A pesar de esto, ese día estuvo triste y los nubarrones le acompañaron disparando algunos rayos con el estruendo de barriles rodando por empedrados. Recibió la lluvia con agradecimiento y quiso volar para descubrir de dónde nacía, pero no pudo, sólo alcanzo a alzar sus ramas como un clamor frustrado. Pasaron los meses y sintió que la soledad le engrosaba la corteza, la ponía áspera y rígida. Pensó que moriría. Un atardecer apareció una manada de humanos que caminaban desganados hacia un destino incierto y no les envidió. Sólo rogó que aquella noche no se detuvieran cerca y lo eligieran como leña. En el letargo del invierno, silencioso y lento, comenzó a sentir vibraciones en todas sus raíces, y su alma comenzó a alegrarse, se agitó la savia y miró en todas direcciones. El retumbar, como timbales encabritados, aumentó hasta que se hizo visible: eran cientos de árboles que se acercaban cantando. Eran la Ents que venían a invitarlo a marchar juntos, eran los árboles caminantes que venían a sacarlo de su soledad. Repentinamente, antes que los Ents se acercaran, apareció un hombre con un hacha filosa y comenzó a herirlo con fiereza. Aunque intentó escapar no pudo, estaba anclado a la tierra y los Ents aún no llegaban. Angustiado, agitó las ramas para apurar a los árboles caminantes, pero las heridas se profundizaban. No sabía quién era ese hombre, y porqué le hacía daño. Lo miró a la cara y vio al doctor Llorente, con la mirada turbia y una mueca de placer.

Despertó transpirado, con el pulso agitado y sólo pudo volver al planeta cuando Fellini saltó sobre el con la impertérrita expresión gatuna de felicidad disimulada. Tomó desayuno a las 10:05 en un café de calle Muntaner, a unos trescientos metros, para decidir si era conveniente ir a ver a Irma. El café y el scone tibio lograron borrar la pesadilla, aunque el desánimo se le quedó pegado. Tomó un taxi.

 

lunes, 9 de mayo de 2022

 Párrafo de la novela "Algo huele mal".

Rebanadas de luz dorada se colaban, intrusas, escamoteando las celosías y se arrastraban por todos los objetos que encontraban a su paso: un sofá desvencijado de color violeta noche, un jarrón jaspeado de flores amarillas que envejecían con naturalidad; una libreta de apuntes a la espera de alguna idea o al menos de un trámite pendiente; una taza abandonada  a la suerte de su borra, ya reseca; para luego perderse en la penumbra pavimentada con baldosas que, alejándose de la ventana, iban perdiendo el color, como ocurre en las noches, que de tanto blanco y negro terminan por angustiarnos sin siquiera pedir disculpas. Sólo el tránsito del gato atravesando los claroscuros hacía ondular la luz, atigresándolo sin querer. En el balcón anochecían los geranios haciéndose negros y el murmullo de las calles se apaciguaba sin aspavientos ni rencores. El ronroneo de alguna moto lejana poseída por la testosterona de un vanidoso ingenuo hacía vibrar los cristales, imperceptiblemente, sólo para marcar la lejanía y la ausencia con que el barrio zarparía esa noche, la noche previa a la partida de Irma, que aún no sabía que levantaría anclas, de esas que pesan para fijar las incertidumbres y los oleajes.

Los días previos estuvieron cuajados de frases urticantes y de sibilinas indirectas cargadas de resentimientos mohosos. Una virulenta competencia por ser quien sufriera más a manos del otro, no dejaban espacios para recuerdos hermosos ni para lucideces tardías. El barullo de discusiones inútiles ensordecía el entendimiento y cada cual se atrincheraba en zanjas enlodadas buscando la seguridad del terruño y de la identidad. Era absurdo, pero las vidas son absurdas y carentes de una lógica medianamente oportuna. El calibre le iba ganando terreno al diálogo o al armisticio, arrinconando la ansiada paz que ambos enarbolaban con desespero torpe. En aquel fragor, disculparse ya era imposible, y el único camino era letal, lapidario.


sábado, 12 de febrero de 2022

 

Recuerdos del olvido.

Jaime Larraín Ayuso

 

El tiempo insistía en quedarse quieto. Aterrante, agazapado, amenazante, como si supiera algo que aún no sé. Y no era una ilusión, ya ni el mar se movía y el silencio lo tenía atrapado en medio de un gris acerado, duro y eterno. El sopor de la tarde, también retenido por un manto de humedad, zumbaba en silencio, sin mover las agujas de los relojes. Sin previo aviso y a intervalos espaciados, el tiempo rompía su mutismo lanzando el graznido de un pájaro que, urgido, escamoteaba los cristales para no estrellarse contra su propia imagen. Apenas emergiendo de la nada volvía a desaparecer en la inmanencia del tiempo. Algo de tiempo queda, pensé, aunque ya no sabía si estaba pensando o el tiempo estaba jugando sin mi permiso, allá dónde se acurrucaban algunas certezas sobre el devenir y las esperas. Tenía sospechas de que hacía, al menos dos años, el tiempo me estaba haciendo trampas, pequeñas, casi indetectables, ralentizando todo al unísono a fin de no poder comparar y caer en cuenta que la existencia se estaba desacelerando, a la inversa que el universo, como afirman. Que todo transcurriera algo más lento me pareció, al comienzo, un verdadero regalo, un contrapunto a la vida que me había estado viviendo casi sin proponérmelo. Intenté una reflexión pero, a falta de pruebas, desistí, y mientras la diluía camino al olvido intentaba regresar como los hijos pequeños en la puerta del colegio, con sus rostros hermosos y plenos de angustia y desespero. La vida te ha sucedido, me decía la idea renuente, no has decidido mucho, insistía para humillarme, para hacerme un títere del destino, aunque, a decir verdad, eso nunca estuvo muy claro. Después de tanta vida no tiene mucho sentido eso del destino, porque cuando ya se comienza a convivir con la incertidumbre sin angustiarse, cuando las expectativas parecen mentiras piadosas que prometen futuros pletóricos de nuevas sensaciones, y las promesas de religiones y políticos ya comienzan a hacerte gracia como las jugarretas de los magos a quienes no les descubres el truco, ya sabes que es un engaño muy bien planeado. Alguna vez me tenté con ser mago, no por los trucos sino por el placer de que nunca te descubren. La impunidad es afrodisíaca. Quizás el tiempo esté usando, ahora, uno de esos trucos, obligándome a poner atención aquí cuando todo está ocurriendo allá. ¡Cómo saberlo si ya no hay tiempo para investigarlo! El mar continuaba inmóvil, gris, fundiéndose con un cielo neutro y con el sopor húmedo, de esos que pesan en los párpados. Desde hacían dos años, el tiempo ya no existía para ser llenado de actos, ahora se había convertido en el relleno entre acto y acto, un relleno latigudo, espeso, tan denso que ni siquiera el aburrimiento lograba remecerlo o al menos alcanzar el hastío suficiente para darle sentido. No es fácil afirmar que el tiempo se está deteniendo sin que alguien, que te quiere mucho, intente rellenarlo con alguna actividad, que no es otra cosa que un engaño inútil para hacerle creer al tiempo que no estás notando la traición, que nada ya duele, que tu estoicismo es a prueba del tiempo. Si eso no funciona y sospechan que no te han logrado engañar te sugieren con cariño una terapia para que le encuentres sentido al tiempo, aunque nunca lo dicen con tanta claridad. Estuve asistiendo a la consulta de un terapeuta que, reconozco su hidalguía, confesó que era la primera vez que tenía un paciente preocupado de la ralentización del tiempo. Intentó, a falta de experiencia en asuntos de tiempo, invitarme a la búsqueda de un propósito de vida, que supuestamente rellenaría los vacíos existenciales y que, con algo de paciencia, mejoraría mi calidad de vida. Acepté el desafío con la incredulidad de quien desarma un juguete sin saber cómo lo volverá a armar para, finalmente, jugar con la curiosidad ya satisfecha. En la sesión 9 me recomendó ver el film Ghandi, la versión de 1982, y que volviera con una conclusión a la próxima sesión. Decidí confiar, aunque no lograba entender la indirecta del terapeuta y menos imaginar que entendía por conclusión. Dos horas, HD, surround, y una libretita para anotar algo que no sabía si podría ser digno de consignar. Ya puesto a hacer la tarea, y sin saber para qué, intenté encontrar simbolismos, indirectas del terapeuta, algún punto de conexión invisible entre Gandhi y yo, en fin, una tortura pero que paralelamente discurría con el interés por aquella historia que me mantenía fijado a la pantalla hipnótica.
Me gustó, resumí a la sesión siguiente, pero el silencio del terapeuta y su mirada sostenida me obligaron a decir algo más. Un verdadero líder, dije, agregando eso de la resistencia pacífica contra el colonialismo inglés. Me sentía tonto e infantil. A pesar de mi pausa larga, el silencio continuaba mientras hacía intentos por acertar con aquello que ese desconocido esperaba de mí. Dije otras cosas que ya ni recuerdo hasta que terminó la sesión. Ya en la puerta, él rompió su mutismo con una afirmación y una pregunta: Usted vio dos horas de la vida de Ghandi, ahora dígame ¿qué pasó en todos esos años, nada menos que 79, hasta aquel fatídico día de su asesinato el 30 de enero de 1948? Sin dejar espacio para una respuesta cerró la sesión con un nos vemos la próxima semana, y lo dijo con una sonrisa indescifrable y llena de misterio.
Con giros bruscos y aleatorios, una mosca revoloteaba en un estrecho campo aéreo, insistiendo, como si no pudiera salir de allí, prisionera de un destino inútil. Era lo único que zumbaba apenas en esa tarde detenida en el tiempo mientras pensaba en Ghandi y mi vida. Cansado o derrotado me maravillé con el trabajo de Richard Athenboroug, que más allá de las locaciones, los actores, la música, había logrado sintetizar en sólo dos horas toda una vida. Al comienzo valoré el talento del director para elegir aquellos trocitos de vida de Ghandi, unirlos hasta que desaparecieran los saltos de tiempo y espacio, como si nunca hubieran existido. Ya en la espiral del absurdo, llegué a pensar que sólo esas dos horas bastaban y que los 79 años restantes eran simplemente un relleno, quizás necesario. Aunque la idea me pareció algo depresiva, también me dio curiosidad el averiguar cuáles trocitos de mi vida podrían construir un film de 90 minutos.
Anoté lo más llamativo: la muerte de mi hermano a los 8 años; aquella noche en que mi padre, borracho, quiso matarnos a todos; la decisión a mis 13 años de no ser padre como mi padre ni esposo como él; mi primera masturbación, asustado de tal epifanía; el día en que quise ser sacerdote o aquel, más tarde, cuando entré a la política; el exilio borroso mientras esperaba la muerte del dictador; el retorno al vacío, cuando ya te has convertido en un extranjero en tu propio terruño; un divorcio; varios amores que me han olvidado; esta tarde en que mirando el mar detenido, se ha congelado el tiempo y no logro reconstruir los eslabones que borrados u olvidados, deben estar en alguna parte para justificar la continuidad de mis minutos. ¿Qué pasó entre cada hito, qué hice, que pensé? Más que recordar, quizás se trate de olvidar, dejando aquello que podría ser la síntesis de una vida, de una vida estirada en el latigudo tiempo, pegajoso, que no te deja ver los hitos hasta que ya han pasado, imprimiendo su huella indeleble en tu prontuario.
Recuerdo que quise atrapar al tiempo haciendo fotografía, atrapar ese momento efímero, difuso, único, que pudiera ilustrar la esencia de un rostro, la mirada verdadera de su alma expresada en un destello imperceptible en medio del transcurrir. Sabía, que al detener el tiempo, aparece la verdad o al menos queda en evidencia, desnuda, sin remilgos ni poses. Intenté imaginar cuál sería la fotografía que me resumiera, para nunca más tener que hablar ni explicar ni justificar nada. ¿Sería esa imagen la síntesis total o solamente un arranque narcisista para confirmar que soy lo que creo ser? La idea de convertirme en mi propia foto me pareció aliviadora. Ya no tendría ésta molesta sensación de que el tiempo transcurre tan lentamente que la vida parece un continuo relleno, inexorable. Aliviador, pero también letal, un final definitivo e irremontable. Entonces surgió la idea de vivir dentro de una novela. Allí, mi vida sólo estaría compuesta por ciertos momentos que el escritor debería hilvanar con destreza y oficio, editando una realidad inasible.
También evalué la posibilidad de vivir dentro de un film. Allí, todo tendría un ritmo vertiginoso, y con música de fondo. No hay una buena historia sin música y desde que nací siempre he añorado una música incidental que me acompañara, acentuando sentimientos, atisbando el suspenso, dándole alguna épica a momentos triviales o simplemente que pudiera ayudarme cuando la melancolía asolara playas y desiertos. Si bien la música era un factor importante a la hora de decidir dónde viviría, no era menos cierto que había demasiada gente involucrada, intereses comerciales subidos de tono y muchas probabilidades que el film fuera un bodrio. En cambio, vivir en una novela hacía más íntima la relación con el escritor, dejándome espacio para matices y reflexiones internas. Todo sería algo más manejable. Sin duda, las editoriales harían lo suyo. La decisión estaba tomada, sólo faltaba encontrar la novela, una que estuviera recién comenzando a fin de que me incluyera con naturalidad y no me hiciera sentir un extraño o un intruso.
 
Hace unos meses que ya vivo dentro de una novela. El tiempo comenzó a acelerarse desde el primer momento, como cuando era niño. Habían desaparecido los tiempos muertos, los rellenos en vida, y los sucesos se encadenaban fluidamente. Sin duda, estaba en manos de un buen escritor que me dejaba navegar a mi ritmo, que me comprendía y que siempre encontraba algún móvil razonable para mis actos. Por primera vez sentí la libertad de estar siendo lo que soy. Y, aunque algunas cosas de mi existir pudieran parecer contradictorias o inconsecuentes, el narrador omnisciente se estaba encargando de explicarlas con una ternura que no conocía hasta el momento.
Anoche, cuando venus se recostaba en el horizonte, haciéndose el lerdo, escuché al escritor que comentaba sobre mí. Agucé el oído: Debe morir, en beneficio de la historia, dijo a su esposa.
No es fácil escuchar que debes morir, aunque ya lo sabes. Afortunadamente, la trama de la novela no me permitía hacerme la víctima y tampoco el tiempo estaba ralentizado como para acoger lamentos y melancolías. Podía estar seguro de que en toda mi vida dentro de esta novela no habían existido momentos muertos, rellenos o laxitudes llenas de sopor. Había tenido una sintética vida, donde todo había sido importante y digno de ser contado. Nada que olvidar ni nada de que arrepentirse. Un existencialismo extraño, casi virtual, dónde no había espacio ni para pesimismo ni optimismos. Aquella tarde en que el mar se detuvo, en mi vida anterior, fue la tarde necesaria, el hartazgo condensado en un momento congelado, sin futuro y tampoco sin presente. Esa tarde vencí al tiempo, lo domestiqué al servicio de mi existir. Amanecía y pronto debía morir a manos de mi escritor. Pensé en pedir clemencia, unas páginas más o un final abierto para seguir vivo en la imaginación de los lectores, y todo me pareció que eran aletazos de ahogado, indignos de la vida que la novela había narrado. Sería una traición escapar ahora o sería una presión para el autor, quién me quería de corazón, aunque no fuera el protagonista. Amanecía al ritmo de la narración y al inicio del tipeo en aquella mañana en que, nuevamente, el mar revienta con fuerza contra las rocas volcánicas, el viento ulula entre los matorrales trayendo nuevas semillas y esporas, las gaviotas graznan discutiendo entre ellas con alaridos estridentes, y las nubes viajan esponjosas para no volver jamás. El tiempo ha vuelto a ser el tiempo de siempre.
 
Fin


  La Noticia Jaime Larraín Ayuso   Llovía como si nunca lo hubiera hecho. Las calles y los autos se habían diluido con el vendaval y u...