La
Noticia
Jaime
Larraín Ayuso
Llovía
como si nunca lo hubiera hecho. Las calles y los autos se habían diluido con el
vendaval y una inmensa soledad se había apoderado de él bajo aquel paso nivel
donde había mal dormido hasta que el retumbar de los truenos y la luz violácea
de los relámpagos lo sacaran de un sopor maloliente. Maldijo al servicio
meteorológico que había prometido sol y una tibieza otoñal. Le olió a engaño y
no a equivocación, sospechó de mala intención, de contubernio, sin poder
dilucidar, aún, una posible motivación torva. A intervalos aleatorios, alguna
silueta atravesaba la cascada para refugiarse brevemente bajo el puente, unos sonreían
compungidos y luego seguían su camino desapareciendo en el diluvio. Otros,
aprovechaban de tirar los restos de un paraguas que como murciélagos
enloquecidos habían muerto bajo la lluvia y el viento. Habían prometido sol,
mascullaba con indignación, aunque ni el sol ni la lluvia le importaban sino el
engaño. Llevaba varios días vagando por la ciudad sin comprender por qué
aquella mujer de ojos de mar, que le había enamorado hasta decir basta, con la que
habían compartido risas, viajes, sueños y detalles inolvidables, había llegado
al punto de acusarlo de abuso de su pequeña Matilde. Ya no le preocupada que la
justicia hubiera hecho justicia, declarándolo inocente, como lo era, sólo
pensaba como un hámster atrapado en una carrera sin destino, devastado por la
mentira. ¡Cuánta ira habrá acumulado para vengarse con tal crueldad! Era
inocente, pero el daño ya estaba hecho, era irremontable. ¡Cómo borrar los
interrogatorios que su pequeña Matilde, con sus precarios 9 años, tuvo que
afrontar, y que nunca más podría olvidar!
El
descalabro del juicio, abogados en busca de una tajada suculenta, mayor a la
que ya se habían llevado con su BMW; la farándula de los Medios; y la defensa
corporativa de género por parte de algunas fundamentalistas, culminaron en el
despido de Research Data Media, donde había trabajado por años como analista de
tendencias. Desvinculación, como eufemismo de despido, por necesidades de la
empresa, le dijeron. La mentira lo había despojado de todo, incluso de la
confianza en el ser humano. Se sentía infinitamente solo, desamparado, sin
saber dónde ir, atrapado por la lluvia, sin horizonte y sobrecogido por el
traqueteo de un tren invisible que atravesaba el temporal como si nada le
importara. Pensó en el suicidio, varias veces, pero terminó descartando esa
posibilidad porque tenía olor a fracaso y derrota. Debo seguir adelante,
encontrar un trabajo, rehacer mi vida, se repitió, pero sin creerlo en
absoluto. Todo es una gran mentira, gritó bajo la bóveda en el preciso momento
en que un tren lo acallaba con un bufido ronco.
Recién
a las tres de la madrugada el viento amainó dejándole un espacio de calma para
pensar en el futuro. Concluyó que sabía mucho de datos, de informática, de
Medios, de algoritmos, y por otra parte tenía una profunda desconfianza en el
ser humano, a excepción de Matilde a quién vería crecer bajo los designios de
las visitas programadas por un juzgado de familia. En el desvarío de aquella
noche decidió tener un perro para que le devolviera una genuina mirada de
confianza y lealtad en días aciagos o en noches de soledad.
La
idea que se le vino a la mente estaba cargada de rabia, resentimiento, y de un
inconfesado deseo de venganza. ¡Quieren mentir, ahora tendrán mentiras!!!,
gritó desafiante, ya recargado de energías y dejando, como las culebras, la
piel de víctima con la cual había reptado las últimas semanas.
Mentir
por mentir no tendría mucho efecto y probablemente se le volverían en contra, y
se sintió ridículo e impotente. Pudo imaginar a abogados que como gárgolas
sedientas lo demandarían por difamación, sacándole hasta el último billete.
Sentir la impotencia y sus respectivas náuseas y vergüenzas terminó siendo una
epifanía inesperada. La conclusión fue sencilla y quizás de sentido común pero
nunca imaginó que sería tan decisiva: Lo primero es ser potente y luego, desde
ese poder, mentir a destajo, impunemente. La culpa ni siquiera era motivo para
pensar, ya había sido extirpada a manotazos y desgarros por la venganza que no
estaba dispuesta a que le temblara la mano. Ahora, se dijo, vendría lo difícil
y se puso a estudiar el mercado y pronto se vio estudiando la naturaleza
humana. Mal que mal, se trataría de mentirle a un humano.
No
pasaron más de diez semanas y ya había nacido Mimetic, inscrita legalmente y
con su primer producto ya instalado en las redes sociales: “Cuente su Verdad”. Le
hubiera gustado que se llamara Fake Fuck News pero eso atentaba con la idea de
la clandestinidad necesaria. Había evaluado también llamarle ML por su nombre, Max
Laier, pero prefirió un nombre de marca que no le involucrara. Nunca se sabe,
se dijo, desconfiando del futuro. Mimetic, en cambio, camuflaba el verdadero
giro del negocio bajo una apariencia de fantasía y de una fachada como empresa
Consultora, especialista en Data. El mimetismo, había leído, es el arte del
engaño, como lo han venido practicando numerosas especies para sobrevivir.
Algunas para pasar desapercibidas y otras para optimizar la depredación. Los
humanos habían tomado este arte de la naturaleza llevándolo a sofisticadas
estrategias de guerra, al espionaje y, por cierto, a la especulación
financiera. Poco a poco fue descubriendo la envergadura, sofisticación y
virtuosismo del mentir verdadero. A la fascinación por el tema le siguió la
inseguridad del aprendiz, aunque algo ya había practicado a lo largo de su
existencia. Sobre todo, había practicado la mentira defensiva, para no ser
castigado, pero ahora era el momento de pasar a la ofensiva y aplastar a
quienes le habían secuestrado su vida para siempre.
Como
experto en Datos y estadísticas, siempre había tenido cierta fobia a lo
intelectual, sin embargo, las exigencias del negocio le estaban obligando a
redactar algún textito, sencillo, potente y sobre todo alguna frase dicha por
alguien respetable que respaldara la genuina necesidad de mentir. Como sustento
ideológico, al elaborar la Visión de la empresa, tomó párrafos sueltos de Goebbels
y otros de Maquiavelo, logrando que encajaran en una coherencia interna que le
ayudaría a vender sus servicios. Leer la prensa, ver noticieros, seguir a la
farándula, se convirtieron en un trabajo diario a fin de detectar a su futura
clientela. El primer contrato lo consiguió después de descubrir la
desesperación de un grupo político incapaz de contener los cambios sociales en
un pequeño país de Latinoamérica. El Presupuesto fue considerado muy abultado, exorbitante,
pero Mimetic argumentó que, si bien era suculento, al lado de lo que perderían
no era más que una bicoca irrelevante. Tras ese éxito apabullante, quedó
demostrado con cifras que la gente se traga la mentira como si fuera dulce de
leche. Sin duda, la materia prima de Mimetic era el Miedo, en sus diversos
formatos y obviamente era necesario identificar los mayores miedos que la
población acarrea en silencio, envueltos en resignación.
“La
función de la agitación de masas es explotar todos los agravios, esperanzas,
aspiraciones, prejuicios, miedos e ideales de todos los grupos especiales, sean
sociales, religiosos, económicos, raciales, políticos”, había escrito J. Edgar Hoover, y a Mimetic le
pareció que, viniendo del Director de la CIA, era un mandato casi religioso,
que mantuvo con discreción y decoro.
Los
éxitos se sucedieron como espuma y Mimetic debió contratar personal y abrir
sucursales en varios países, no tanto para facturar sino para investigar a la
población y a los personajes protagónicos de esa sociedad. La gestión seguiría
estando bajo una mano firme, que ya había demostrado ser un As para detectar
oportunidades. Por lo pronto, había hecho alquimia, convirtiendo toda la mierda
que le tiraron encima, dejándolo anulado bajo un paso nivel de tren, en
millones de dólares. La voracidad le llevó a diversificar las áreas de la
empresa, tarea que fue paulatina y siempre al filo entre la audacia y el
terror. Estaba aprendiendo un deporte de alto riesgo sin haber entrenado lo
suficiente. La pareció, intuitivamente, que una primera andanada de mentiras
debería servir para erosionar las confianzas, corroer, oxidar, lentamente al
más duro. Así creo su primera área de especialización, la encargada de los
Desprestigios, el área D. Le tomó algún tiempo el poder concluir y cuantificar
los estragos del desprestigio, su duración en los Medios y las estrategias de
respuesta de los ofendidos. Iba aprendiendo y refinando. La nueva área de
Difamación fue un área más dura que la anterior, diferenciándose en que ya no
se trataba de corroer sino de perforar. Obviamente, la tarifa era superior,
como lo indican las leyes del mercado. Área DI se llamó para diferenciarla del
Área D. Ambas áreas estaban focalizadas en personas o empresas y Max no tardó
en descubrir que la llamada opinión pública era el telón de fondo donde
danzaban las mentiras lacerantes del Área D y DI. El clima social sería un área
nueva, cuyo objetivo, aparentemente más disperso e invisible era muy funcional
a políticos, economistas, y al rating. El área CC se ocuparía de mantener la
atmósfera amenazante de Caos o Crisis, alentando el clima de inseguridad y
delincuencia, temas que encabezaban las inquietudes ciudadanas. Pronto, el Área
CC se desgajó a pedido de algunos economistas que reclamaban un espacio para
adivinar el futuro con suficiente desparpajo. Fue el área AE, el área económica
encargada de sostener el miedo a la inflación, al despido, a la cesantía.
Y
una cosa lleva a la otra. El área PC se creó internacionalmente para alertar
sobre el populismo y los caudillos, especialmente los de izquierda, a fin de
garantizar estabilidad social, inversión y una cifra de riesgo país
medianamente decente. Un hijo natural del área PC fue el área EF que tendría la
significativa misión de elaborar Encuestas falsas y además dar apoyo
estadístico a todas las demás áreas. Por sobre todas las siglas
correspondientes a las diversas áreas estaba “O”, el exclusivo departamento
encargado de Orquestar todo lo anterior.
El
crecimiento de Mimetic no estuvo exento de resbalones, de mentiras mal
instalades o de réplicas feroces, asunto que obligó a echar mano a la
creatividad para evitar los tribunales. Desprestigiar a jueces fue una medida en
defensa propia pero luego fue un buen producto, muy demandado por políticos y
empresarios neoliberales, que incrementó notablemente la facturación de
Mimetic.
En
forma secreta y por fuera de Mimetic, se sumó una empresa de escuchas
telefónicas, un grupo de paparazzi encargados de dar soporte realista a las
mentiras y, obviamente, se instaló la central de blops a buen resguardo de la ubicación
IP. El departamento que más creció fue el de diseño gráfico que no daba abasto
para ilustrar tanto contenido tendencioso. Como en toda empresa, surgieron
problemas internos en las áreas creativas. Allí bullía una pugna entre aquellos
diseñadores e ilustradores que tenían tendencia a caricaturizar las mentiras, y
con ello a perder eficacia, y aquellos, Los Perfeccionistas, que defendían su
oficio sin pretensiones artísticas o empecinados por construir algún curriculum
futuro. Para dirimir este asunto, se creó un pequeño comité con aires de
estudio de mercado para evaluar la aceptación o rechazo de los mensajes. Los
primeros estudios confundieron aún más las cosas. La caricatura, entre los
jóvenes, generaba simpatías burlonas y sarcásticas que no restaban credibilidad
a la mentira, sin embargo, entre los mayores, acostumbrados a la foto
periodística para certificar algo, éstos parecían dudar de la procedencia de la
información, aunque igualmente creían a pies juntillas cualquier noticia
intranquilizante.
La
gran nave Mimetic surcaba los mares sin zozobras y la vida de Max discurría
tranquila, sin notar la adrenalina que lo había hecho adicto y que le regalaba
esa sensación placentera de la venganza bien parida. Aquella noche, al volver a
su departamento, después de la celebración de siete años consecutivo de éxitos,
se encontró con la mirada huidiza de Winwin, su querido Golden Retrivel con el
que compartía soledades en aquel ático, mirando hacia una ciudad que se
difuminaba con el parpadeo de luces lejanas. Lo notó extraño, distante, con una
mirada de reojo, desconfiada, como si supiera algo que el aún no vislumbrara.
Buscó alguna explicación y rellenó el pocillo con agua, y nada, agregó pellets,
pero la mirada desconfiada aún lo rehuía desde un rincón. Intentó acariciar su
cabeza, pero Winwin respondió con un delicado pero amenazante gruñido. Prendió
el televisor para distraerse y el noticiario de medianoche recordó la
conmemoración del atentado terrorista en Atocha, aquel 11 de marzo del 2004 y
Winwin comenzó a aullar desconsoladamente como un lobo atrapado en su propia
soledad.
Paso
el tiempo, los meses, pero la imagen de su perro llorando no se le iba de la
mente y menos del corazón. Sólo eso alteraba el deslumbrante éxito de sus
negocios, que ya marchaban sin mayor esfuerzo, sólo impulsados por el viento de
los logros. Su habilidad para detectar la mentira creció hasta lograr un grado
de infalibilidad muy alto, incluso comenzó a identificar cuando las personas se
mienten a sí mismas y construyen auto relatos patéticos de los cuales se vanaglorian
con orgullo y desdén. Identificar la mentira en otros, en la televisión, en los
políticos, en la publicidad, o en la tiendita de la esquina era un placer
enorme, un permanente acertijo que lo convertía en adivino y le otorgaba la
seguridad del vacunado, de que nadie, nunca más, podría mentirle, como la madre
de Matilde, que le había estropeado la vida. Más placer le producía el acto
mismo de mentir, era todo un arte que articulaba una dosis de verdad, la
mentira misma y las expectativas del interlocutor, o dicho de otra manera, su
predisposición a ser engañado. Al igual que un escritor que vive al interior de
una trama durante los meses que demora el escribir la ficción, la mentira exige
contarla desde dentro con tanta verdad como viven los personajes de una novela.
Más de alguna vez, en alguna reunión social, citó a un autor a modo de
identificación: “Entre todas las ficciones, la que menos le gustaba era la
realidad”, decía el citado autor, dando por hecho que la realidad es en sí una
ficción, a la vez que insinuaba o al menos Max así lo entendía, de que una
ficción literaria no es más que una mentira bien contada, a tal punto que se
constituye en verdad. En su práctica del mentir, había diferenciado el
mimetismo del camuflaje que, aunque similares como intentonas de engañar,
tenían una delicada diferencia. Mientras el mimetismo consistía en hacerse
parte del paisaje, el camuflaje ponía su acento en esconderse. La mentira del
mimetismo era ciertamente más existencial y la del camuflaje algo más anecdótica.
Algunas de estas reflexiones eran propias pero la mayoría eran sacadas de
libros y de horas navegando en las redes. Saborear el momento en que la mentira
se apoderaba del otro, dejándolo indefenso ante una sola verdad y a ninguna alternativa
era un placer inigualable, casi erótico. Mentir bien es un placer, pero tiene
un lado oscuro, o al menos triste: debe ser un oficio clandestino, como la vida
de un ladrón de joyas o de obras de arte que debe respetar un hermético
anonimato, ajeno a vanidades y vanaglorias. Mentir exige discreción total y,
por tanto, la acuciosa dedicación para no dejar huellas ni cabos sueltos. Es
muy laborioso mentir profesionalmente, tan laborioso como preparar el robo de
un banco o un museo. Los preparativos de la mentira son desafiantes y plagados
de una incertidumbre adrenalínica, pero el momento de ejecutar la mentira y
como ésta se va trenzando con la realidad del engañado no tiene precio. Mas de
alguna vez se propuso decir la verdad, pero comprobó que tenía tanta validez
como una mentira y así fue concluyendo que las personas escuchan lo que quieren
escuchar, que están más preocupados de lo que quieren decir y así, en ese aturdimiento
por opinar algo, terminan atrapados por el engaño. Durante la mentira bien
urdida está el momento que Max llamaba secretamente el “cansancio del salmón”
que no era otra cosa que soltar cuerda hasta que el salmón se canse de su
esfuerzo para luego recoger la lienza. Y así lo hacía, soltaba la carnada y
esperaba que la persona se agotara contando lo que tenía atragantado, los
juicios o las rabias inconfesadas, hasta que se producía el momento para
instalar la mentira. A veces, según la ocasión, lo hacía desde una pregunta
presuntamente inocente y otras desde un proceso de seducción pletórico de
entusiasmo o de una épica irrenunciable. Dado que el mentir exige estar
vacunado de la inocencia y estar fuertemente contaminado de desconfianza, el
mentiroso, se decía Max, siempre tendrá un Plan B para huir, y de ser pillado
infraganti deberá tener una mentira prefabricada, jamás una negación o una
disculpa, sólo una nueva mentira que supere a la anterior. Afortunadamente para
Max, el niño Max había desarrollado una memoria descomunal que le permitía
recordar, como aún recordaba el bulling y algunas traiciones sufridas, cada
mentira, cada detalle, de modo que nunca le asoló la desconfianza de estar
confundiendo una mentira con otra. En estos deleites vivía Max, entremezclando
su histrionismo con numerosas conquistas, declarándose definitivamente feliz y
suficientemente confiado de que nunca más sería engañado.
Aquella
mañana, mientras intruseaba en las redes sociales con el morbo justo y
necesario para no considerarse un adicto, quiso tomar un sorbo del café que
acostumbraba a desayunar en su ático, cuando Winwin volvió a aullar con
desespero. Había pasado justo un año y mañana, de nuevo, sería un 11 de marzo. Intentó
dejar de lado ese inquietante momento y siguió hurgando en las noticias, las de
farándula y de los otras. Como una jabalina clavada en el pecho, una noticia lo
dejó pasmado. Intentó dejar el café en la mesita, pero lo depositó en el aire.
Le galopaba el corazón y no sabía si recoger las esquirlas de la taza, limpiar
el café de sus tobillos o continuar leyendo. La noticia era inequívoca y
literalmente letal:
“Fallece
exitoso empresario Max Laier Wolff.” Tras una breve reseña
de sus logros como asesor de gobiernos, países, e instituciones, la nota
agregaba: Las exequias se realizarán mañana 11 de marzo a las 11:00 AM, en la
Capilla de la Iglesia del Pilar, junto al Cementerio Católico “La verdad
redime”.
A
Max no le cupo duda de que la noticia se refería a él, incluso la foto
coincidía, y la referencia a su hija Matilde era precisa: una adolescente que
estudia Ciencias noéticas en la Universidad de Friburgo donde pronto entraría a
estudiar Ingeniería Genética con especialidad en el Modelo Crispr. ¡Todo eso lo
sabían, y con detalles!!!
Obviamente
era un rumor, una fake news, de hecho, podía demostrar que estaba vivo. Sólo
era una vulgar mentira para arrebatarle el trono en el negocio, una burda
maniobra que obviamente vendría con aderezo hasta convencer a la opinión
pública de que estaba muerto, aunque estuviera vivo. Sabía que sería tema de
matinales y noticieros, sabía que habría entrevistados que asegurarían que la
enfermedad terminal la mantenía en secreto, que su mente desvariaba y que la
lucidez de antaño se había esfumado. Lo sabía porque quien mejor que el
profesor podría saberlo. Todo eso le obligaría a contratacar, asunto que le
pareció desafiante e incluso entretenido. Por ahora, la curiosidad estaba
focalizada en el funeral de mañana. No pudo resistir la tentación de acercarse a
la Iglesia del Pilar para comprobar cómo y con qué nivel de sofisticación
habían armado la noticia, aunque podría apostar, con su experiencia, de que
nada especial ocurriría. Pero a lo lejos vio llegar a Matilde, llorosa y vio un
féretro entrando a la iglesia, le pareció ver a su ex consolando a su hija,
aunque los arbustos le impedían ver con claridad. Permaneció oculto hasta que
los deudos, entre los cuales divisó a algunos clientes, se hubieran alejado
para conversar con el párroco. Haciéndose el despistado, preguntó por el nombre
del difunto. Nombre que el sacerdote, sin mirarle a la cara, deletreó con
parsimonia vaticana en el libro parroquial: Max Laier Wolf. ¿Vio al difundo?,
fue la siguiente pregunta. Lacónicamente el prelado aseveró que el ataúd venía
cerrado y sellado, y desapareció en la sacristía como alma en pena antes que
alcanzara a preguntarle si el occiso era gordo o flaco a fin de evaluar si el
cajón estaba vacío o no.
No
pasaron muchos días hasta que consiguió, con un amigo abogado, la exhumación
del cadáver. Una llovizna persistente y una ansiedad ilimitada sostenían ese
evento íntimo de desenterrarse a sí mismo, aunque su intuición le decía que
aquel cajón vacío no era más que una burla de quienes le estaban usurpando el
negocio y, de paso, erosionando su seguridad. Le extrañó que los tornillos de
la urna estuvieran oxidados, pero esperó pacientemente junto a los 4 testigos
que por ley debían confirmar la identidad del muerto. El único que se
sorprendió al abrirse el féretro fue Max Laier que vio a Max Laier en el cajón,
aunque con 19 años menos, vestido con aquella chaqueta de tweed con la que
viajó a Madrid para encontrarse en Atocha con la que sería su esposa, ya
embarazada de Matilde, aquel 11 de marzo. Apenas reconocible, la chaqueta
estaba apolillada pero el cadáver estaba intacto, casi vivo. Disimulando el
impacto, agradeció con un gesto impreciso y se alejó, confundiéndose con la
neblina para encontrar allí, alguna explicación plausible: estoy vivo y también
estoy muerto hace 19 años, y lo repitió varias veces para exorcizar la paradoja.
Todo fue una mentira, y también una verdad, agregó a sus pensamientos
oscilantes, para poder comprender, si es que era posible. Saliendo del
cementerio caminó sin saber a ciencias cierta si existía. Y de lo único que
tuvo certeza, unos metros más allá, fue de que eso nunca lo podría contar a
nadie a riesgo de ser acusado de mentiroso.
9
octubre 2022 /Palermo