Extracto de la novela ”Algo huele mal”
Comenzó
a sentir un hormigueo en la planta de los pies y una sensación de no pertenecer
a su cuerpo le fue invadiendo hasta convencerlo de que estaba muerto. Ajeno a
todo, le pareció que recobraba su identidad y al abrir los ojos, se encontró en
medio de la vastedad de un desierto infinito, inmóvil, sólo agitado por las
vibraciones de un espejismo que ondulaba la línea del horizonte con un vaivén
suave. En esa calma soledad, el graznido de un ave prehistórica le volteó la
mirada hacia las nubes espesas, escudriñando entre ellas para descubrirla. Pero
no había nada, sólo se retorcían las nubes, entre voluptuosas y amenazantes.
Debo estar soñando, pensó por un momento, pero sintió que sus pies ya no
hormigueaban sino que se multiplicaban en miles de raíces que presurosas
buscaban adentrarse en la tierra, con la ansiedad del sediento. Estaba anclado
al terruño, inmovilizado como una estaca. Quiso hacer una torsión para
liberarse, pero sus brazos se habían convertido en ramas y le hizo gracia
agitarlas para recordar el viento que movía las hojas cuando era ese niño que,
desde la cuna jugaba con el sol filtrado por el follaje de aquel jardín, se dio
cuenta de que existía. Embelesado con su follaje, se percató que era un árbol
que, aferrado al suelo, estaría siempre solo, alimentado con el sol y con la
alegría de mover sus hojas. Mientras oteaba al horizonte, buscando pájaros en
tránsito, comenzó a sentir un cosquilleo en sus raíces y un deseo voluptuoso de
atrapar aquella sensación. Cuando se hizo de noche y el páramo parecía vibrar
con las estrellas, tuvo la certeza de que estaba unido a otros árboles en un
abrazo subterráneo, y se dejó llevar por la red. Supo que había pasado por
debajo de un bosque, que a ratos debía acercarse a la superficie para saludar a
algunas hortalizas, visitó el mato grosso e incluso, bajo los desiertos,
encontró a quien saludar. Pensó que quizás eso era el amor y continuó viaje,
reconociendo a olmos, robles, secuoyas, cerezos, respetando sus identidades en
medio de la mayor comunidad radicular que nunca haya existido. Se adentró más
profundo y compartió con algas y corales. Al amanecer, volvió, trepó por su
tronco, saludó al sol, y desde la atalaya de su follaje comprobó que estaba
solo, solo en la superficie, pero muy acompañado debajo de ésta. A pesar de
esto, ese día estuvo triste y los nubarrones le acompañaron disparando algunos
rayos con el estruendo de barriles rodando por empedrados. Recibió la lluvia
con agradecimiento y quiso volar para descubrir de dónde nacía, pero no pudo,
sólo alcanzo a alzar sus ramas como un clamor frustrado. Pasaron los meses y
sintió que la soledad le engrosaba la corteza, la ponía áspera y rígida. Pensó
que moriría. Un atardecer apareció una manada de humanos que caminaban
desganados hacia un destino incierto y no les envidió. Sólo rogó que aquella
noche no se detuvieran cerca y lo eligieran como leña. En el letargo del
invierno, silencioso y lento, comenzó a sentir vibraciones en todas sus raíces,
y su alma comenzó a alegrarse, se agitó la savia y miró en todas direcciones.
El retumbar, como timbales encabritados, aumentó hasta que se hizo visible:
eran cientos de árboles que se acercaban cantando. Eran la Ents que venían a
invitarlo a marchar juntos, eran los árboles caminantes que venían a sacarlo de
su soledad. Repentinamente, antes que los Ents se acercaran, apareció un hombre
con un hacha filosa y comenzó a herirlo con fiereza. Aunque intentó escapar no
pudo, estaba anclado a la tierra y los Ents aún no llegaban. Angustiado, agitó
las ramas para apurar a los árboles caminantes, pero las heridas se
profundizaban. No sabía quién era ese hombre, y porqué le hacía daño. Lo miró a
la cara y vio al doctor Llorente, con la mirada turbia y una mueca de placer.
Despertó
transpirado, con el pulso agitado y sólo pudo volver al planeta cuando Fellini
saltó sobre el con la impertérrita expresión gatuna de felicidad disimulada.
Tomó desayuno a las 10:05 en un café de calle Muntaner, a unos trescientos
metros, para decidir si era conveniente ir a ver a Irma. El café y el scone
tibio lograron borrar la pesadilla, aunque el desánimo se le quedó pegado. Tomó
un taxi.
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