sábado, 12 de febrero de 2022

 

Recuerdos del olvido.

Jaime Larraín Ayuso

 

El tiempo insistía en quedarse quieto. Aterrante, agazapado, amenazante, como si supiera algo que aún no sé. Y no era una ilusión, ya ni el mar se movía y el silencio lo tenía atrapado en medio de un gris acerado, duro y eterno. El sopor de la tarde, también retenido por un manto de humedad, zumbaba en silencio, sin mover las agujas de los relojes. Sin previo aviso y a intervalos espaciados, el tiempo rompía su mutismo lanzando el graznido de un pájaro que, urgido, escamoteaba los cristales para no estrellarse contra su propia imagen. Apenas emergiendo de la nada volvía a desaparecer en la inmanencia del tiempo. Algo de tiempo queda, pensé, aunque ya no sabía si estaba pensando o el tiempo estaba jugando sin mi permiso, allá dónde se acurrucaban algunas certezas sobre el devenir y las esperas. Tenía sospechas de que hacía, al menos dos años, el tiempo me estaba haciendo trampas, pequeñas, casi indetectables, ralentizando todo al unísono a fin de no poder comparar y caer en cuenta que la existencia se estaba desacelerando, a la inversa que el universo, como afirman. Que todo transcurriera algo más lento me pareció, al comienzo, un verdadero regalo, un contrapunto a la vida que me había estado viviendo casi sin proponérmelo. Intenté una reflexión pero, a falta de pruebas, desistí, y mientras la diluía camino al olvido intentaba regresar como los hijos pequeños en la puerta del colegio, con sus rostros hermosos y plenos de angustia y desespero. La vida te ha sucedido, me decía la idea renuente, no has decidido mucho, insistía para humillarme, para hacerme un títere del destino, aunque, a decir verdad, eso nunca estuvo muy claro. Después de tanta vida no tiene mucho sentido eso del destino, porque cuando ya se comienza a convivir con la incertidumbre sin angustiarse, cuando las expectativas parecen mentiras piadosas que prometen futuros pletóricos de nuevas sensaciones, y las promesas de religiones y políticos ya comienzan a hacerte gracia como las jugarretas de los magos a quienes no les descubres el truco, ya sabes que es un engaño muy bien planeado. Alguna vez me tenté con ser mago, no por los trucos sino por el placer de que nunca te descubren. La impunidad es afrodisíaca. Quizás el tiempo esté usando, ahora, uno de esos trucos, obligándome a poner atención aquí cuando todo está ocurriendo allá. ¡Cómo saberlo si ya no hay tiempo para investigarlo! El mar continuaba inmóvil, gris, fundiéndose con un cielo neutro y con el sopor húmedo, de esos que pesan en los párpados. Desde hacían dos años, el tiempo ya no existía para ser llenado de actos, ahora se había convertido en el relleno entre acto y acto, un relleno latigudo, espeso, tan denso que ni siquiera el aburrimiento lograba remecerlo o al menos alcanzar el hastío suficiente para darle sentido. No es fácil afirmar que el tiempo se está deteniendo sin que alguien, que te quiere mucho, intente rellenarlo con alguna actividad, que no es otra cosa que un engaño inútil para hacerle creer al tiempo que no estás notando la traición, que nada ya duele, que tu estoicismo es a prueba del tiempo. Si eso no funciona y sospechan que no te han logrado engañar te sugieren con cariño una terapia para que le encuentres sentido al tiempo, aunque nunca lo dicen con tanta claridad. Estuve asistiendo a la consulta de un terapeuta que, reconozco su hidalguía, confesó que era la primera vez que tenía un paciente preocupado de la ralentización del tiempo. Intentó, a falta de experiencia en asuntos de tiempo, invitarme a la búsqueda de un propósito de vida, que supuestamente rellenaría los vacíos existenciales y que, con algo de paciencia, mejoraría mi calidad de vida. Acepté el desafío con la incredulidad de quien desarma un juguete sin saber cómo lo volverá a armar para, finalmente, jugar con la curiosidad ya satisfecha. En la sesión 9 me recomendó ver el film Ghandi, la versión de 1982, y que volviera con una conclusión a la próxima sesión. Decidí confiar, aunque no lograba entender la indirecta del terapeuta y menos imaginar que entendía por conclusión. Dos horas, HD, surround, y una libretita para anotar algo que no sabía si podría ser digno de consignar. Ya puesto a hacer la tarea, y sin saber para qué, intenté encontrar simbolismos, indirectas del terapeuta, algún punto de conexión invisible entre Gandhi y yo, en fin, una tortura pero que paralelamente discurría con el interés por aquella historia que me mantenía fijado a la pantalla hipnótica.
Me gustó, resumí a la sesión siguiente, pero el silencio del terapeuta y su mirada sostenida me obligaron a decir algo más. Un verdadero líder, dije, agregando eso de la resistencia pacífica contra el colonialismo inglés. Me sentía tonto e infantil. A pesar de mi pausa larga, el silencio continuaba mientras hacía intentos por acertar con aquello que ese desconocido esperaba de mí. Dije otras cosas que ya ni recuerdo hasta que terminó la sesión. Ya en la puerta, él rompió su mutismo con una afirmación y una pregunta: Usted vio dos horas de la vida de Ghandi, ahora dígame ¿qué pasó en todos esos años, nada menos que 79, hasta aquel fatídico día de su asesinato el 30 de enero de 1948? Sin dejar espacio para una respuesta cerró la sesión con un nos vemos la próxima semana, y lo dijo con una sonrisa indescifrable y llena de misterio.
Con giros bruscos y aleatorios, una mosca revoloteaba en un estrecho campo aéreo, insistiendo, como si no pudiera salir de allí, prisionera de un destino inútil. Era lo único que zumbaba apenas en esa tarde detenida en el tiempo mientras pensaba en Ghandi y mi vida. Cansado o derrotado me maravillé con el trabajo de Richard Athenboroug, que más allá de las locaciones, los actores, la música, había logrado sintetizar en sólo dos horas toda una vida. Al comienzo valoré el talento del director para elegir aquellos trocitos de vida de Ghandi, unirlos hasta que desaparecieran los saltos de tiempo y espacio, como si nunca hubieran existido. Ya en la espiral del absurdo, llegué a pensar que sólo esas dos horas bastaban y que los 79 años restantes eran simplemente un relleno, quizás necesario. Aunque la idea me pareció algo depresiva, también me dio curiosidad el averiguar cuáles trocitos de mi vida podrían construir un film de 90 minutos.
Anoté lo más llamativo: la muerte de mi hermano a los 8 años; aquella noche en que mi padre, borracho, quiso matarnos a todos; la decisión a mis 13 años de no ser padre como mi padre ni esposo como él; mi primera masturbación, asustado de tal epifanía; el día en que quise ser sacerdote o aquel, más tarde, cuando entré a la política; el exilio borroso mientras esperaba la muerte del dictador; el retorno al vacío, cuando ya te has convertido en un extranjero en tu propio terruño; un divorcio; varios amores que me han olvidado; esta tarde en que mirando el mar detenido, se ha congelado el tiempo y no logro reconstruir los eslabones que borrados u olvidados, deben estar en alguna parte para justificar la continuidad de mis minutos. ¿Qué pasó entre cada hito, qué hice, que pensé? Más que recordar, quizás se trate de olvidar, dejando aquello que podría ser la síntesis de una vida, de una vida estirada en el latigudo tiempo, pegajoso, que no te deja ver los hitos hasta que ya han pasado, imprimiendo su huella indeleble en tu prontuario.
Recuerdo que quise atrapar al tiempo haciendo fotografía, atrapar ese momento efímero, difuso, único, que pudiera ilustrar la esencia de un rostro, la mirada verdadera de su alma expresada en un destello imperceptible en medio del transcurrir. Sabía, que al detener el tiempo, aparece la verdad o al menos queda en evidencia, desnuda, sin remilgos ni poses. Intenté imaginar cuál sería la fotografía que me resumiera, para nunca más tener que hablar ni explicar ni justificar nada. ¿Sería esa imagen la síntesis total o solamente un arranque narcisista para confirmar que soy lo que creo ser? La idea de convertirme en mi propia foto me pareció aliviadora. Ya no tendría ésta molesta sensación de que el tiempo transcurre tan lentamente que la vida parece un continuo relleno, inexorable. Aliviador, pero también letal, un final definitivo e irremontable. Entonces surgió la idea de vivir dentro de una novela. Allí, mi vida sólo estaría compuesta por ciertos momentos que el escritor debería hilvanar con destreza y oficio, editando una realidad inasible.
También evalué la posibilidad de vivir dentro de un film. Allí, todo tendría un ritmo vertiginoso, y con música de fondo. No hay una buena historia sin música y desde que nací siempre he añorado una música incidental que me acompañara, acentuando sentimientos, atisbando el suspenso, dándole alguna épica a momentos triviales o simplemente que pudiera ayudarme cuando la melancolía asolara playas y desiertos. Si bien la música era un factor importante a la hora de decidir dónde viviría, no era menos cierto que había demasiada gente involucrada, intereses comerciales subidos de tono y muchas probabilidades que el film fuera un bodrio. En cambio, vivir en una novela hacía más íntima la relación con el escritor, dejándome espacio para matices y reflexiones internas. Todo sería algo más manejable. Sin duda, las editoriales harían lo suyo. La decisión estaba tomada, sólo faltaba encontrar la novela, una que estuviera recién comenzando a fin de que me incluyera con naturalidad y no me hiciera sentir un extraño o un intruso.
 
Hace unos meses que ya vivo dentro de una novela. El tiempo comenzó a acelerarse desde el primer momento, como cuando era niño. Habían desaparecido los tiempos muertos, los rellenos en vida, y los sucesos se encadenaban fluidamente. Sin duda, estaba en manos de un buen escritor que me dejaba navegar a mi ritmo, que me comprendía y que siempre encontraba algún móvil razonable para mis actos. Por primera vez sentí la libertad de estar siendo lo que soy. Y, aunque algunas cosas de mi existir pudieran parecer contradictorias o inconsecuentes, el narrador omnisciente se estaba encargando de explicarlas con una ternura que no conocía hasta el momento.
Anoche, cuando venus se recostaba en el horizonte, haciéndose el lerdo, escuché al escritor que comentaba sobre mí. Agucé el oído: Debe morir, en beneficio de la historia, dijo a su esposa.
No es fácil escuchar que debes morir, aunque ya lo sabes. Afortunadamente, la trama de la novela no me permitía hacerme la víctima y tampoco el tiempo estaba ralentizado como para acoger lamentos y melancolías. Podía estar seguro de que en toda mi vida dentro de esta novela no habían existido momentos muertos, rellenos o laxitudes llenas de sopor. Había tenido una sintética vida, donde todo había sido importante y digno de ser contado. Nada que olvidar ni nada de que arrepentirse. Un existencialismo extraño, casi virtual, dónde no había espacio ni para pesimismo ni optimismos. Aquella tarde en que el mar se detuvo, en mi vida anterior, fue la tarde necesaria, el hartazgo condensado en un momento congelado, sin futuro y tampoco sin presente. Esa tarde vencí al tiempo, lo domestiqué al servicio de mi existir. Amanecía y pronto debía morir a manos de mi escritor. Pensé en pedir clemencia, unas páginas más o un final abierto para seguir vivo en la imaginación de los lectores, y todo me pareció que eran aletazos de ahogado, indignos de la vida que la novela había narrado. Sería una traición escapar ahora o sería una presión para el autor, quién me quería de corazón, aunque no fuera el protagonista. Amanecía al ritmo de la narración y al inicio del tipeo en aquella mañana en que, nuevamente, el mar revienta con fuerza contra las rocas volcánicas, el viento ulula entre los matorrales trayendo nuevas semillas y esporas, las gaviotas graznan discutiendo entre ellas con alaridos estridentes, y las nubes viajan esponjosas para no volver jamás. El tiempo ha vuelto a ser el tiempo de siempre.
 
Fin


  La Noticia Jaime Larraín Ayuso   Llovía como si nunca lo hubiera hecho. Las calles y los autos se habían diluido con el vendaval y u...