Párrafo de la novela "Algo huele mal".
Rebanadas de luz dorada
se colaban, intrusas, escamoteando las celosías y se arrastraban por todos los
objetos que encontraban a su paso: un sofá desvencijado de color violeta noche,
un jarrón jaspeado de flores amarillas que envejecían con naturalidad; una
libreta de apuntes a la espera de alguna idea o al menos de un trámite
pendiente; una taza abandonada a la
suerte de su borra, ya reseca; para luego perderse en la penumbra pavimentada
con baldosas que, alejándose de la ventana, iban perdiendo el color, como
ocurre en las noches, que de tanto blanco y negro terminan por angustiarnos sin
siquiera pedir disculpas. Sólo el tránsito del gato atravesando los claroscuros
hacía ondular la luz, atigresándolo sin querer. En el balcón anochecían los
geranios haciéndose negros y el murmullo de las calles se apaciguaba sin
aspavientos ni rencores. El ronroneo de alguna moto lejana poseída por la
testosterona de un vanidoso ingenuo hacía vibrar los cristales,
imperceptiblemente, sólo para marcar la lejanía y la ausencia con que el barrio
zarparía esa noche, la noche previa a la partida de Irma, que aún no sabía que
levantaría anclas, de esas que pesan para fijar las incertidumbres y los
oleajes.
Los
días previos estuvieron cuajados de frases urticantes y de sibilinas indirectas
cargadas de resentimientos mohosos. Una virulenta competencia por ser quien
sufriera más a manos del otro, no dejaban espacios para recuerdos hermosos ni
para lucideces tardías. El barullo de discusiones inútiles ensordecía el
entendimiento y cada cual se atrincheraba en zanjas enlodadas buscando la
seguridad del terruño y de la identidad. Era absurdo, pero las vidas son
absurdas y carentes de una lógica medianamente oportuna. El calibre le iba
ganando terreno al diálogo o al armisticio, arrinconando la ansiada paz que
ambos enarbolaban con desespero torpe. En aquel fragor, disculparse ya era
imposible, y el único camino era letal, lapidario.