jueves, 27 de octubre de 2022

 

La Noticia

Jaime Larraín Ayuso

 

Llovía como si nunca lo hubiera hecho. Las calles y los autos se habían diluido con el vendaval y una inmensa soledad se había apoderado de él bajo aquel paso nivel donde había mal dormido hasta que el retumbar de los truenos y la luz violácea de los relámpagos lo sacaran de un sopor maloliente. Maldijo al servicio meteorológico que había prometido sol y una tibieza otoñal. Le olió a engaño y no a equivocación, sospechó de mala intención, de contubernio, sin poder dilucidar, aún, una posible motivación torva. A intervalos aleatorios, alguna silueta atravesaba la cascada para refugiarse brevemente bajo el puente, unos sonreían compungidos y luego seguían su camino desapareciendo en el diluvio. Otros, aprovechaban de tirar los restos de un paraguas que como murciélagos enloquecidos habían muerto bajo la lluvia y el viento. Habían prometido sol, mascullaba con indignación, aunque ni el sol ni la lluvia le importaban sino el engaño. Llevaba varios días vagando por la ciudad sin comprender por qué aquella mujer de ojos de mar, que le había enamorado hasta decir basta, con la que habían compartido risas, viajes, sueños y detalles inolvidables, había llegado al punto de acusarlo de abuso de su pequeña Matilde. Ya no le preocupada que la justicia hubiera hecho justicia, declarándolo inocente, como lo era, sólo pensaba como un hámster atrapado en una carrera sin destino, devastado por la mentira. ¡Cuánta ira habrá acumulado para vengarse con tal crueldad! Era inocente, pero el daño ya estaba hecho, era irremontable. ¡Cómo borrar los interrogatorios que su pequeña Matilde, con sus precarios 9 años, tuvo que afrontar, y que nunca más podría olvidar!

El descalabro del juicio, abogados en busca de una tajada suculenta, mayor a la que ya se habían llevado con su BMW; la farándula de los Medios; y la defensa corporativa de género por parte de algunas fundamentalistas, culminaron en el despido de Research Data Media, donde había trabajado por años como analista de tendencias. Desvinculación, como eufemismo de despido, por necesidades de la empresa, le dijeron. La mentira lo había despojado de todo, incluso de la confianza en el ser humano. Se sentía infinitamente solo, desamparado, sin saber dónde ir, atrapado por la lluvia, sin horizonte y sobrecogido por el traqueteo de un tren invisible que atravesaba el temporal como si nada le importara. Pensó en el suicidio, varias veces, pero terminó descartando esa posibilidad porque tenía olor a fracaso y derrota. Debo seguir adelante, encontrar un trabajo, rehacer mi vida, se repitió, pero sin creerlo en absoluto. Todo es una gran mentira, gritó bajo la bóveda en el preciso momento en que un tren lo acallaba con un bufido ronco.

Recién a las tres de la madrugada el viento amainó dejándole un espacio de calma para pensar en el futuro. Concluyó que sabía mucho de datos, de informática, de Medios, de algoritmos, y por otra parte tenía una profunda desconfianza en el ser humano, a excepción de Matilde a quién vería crecer bajo los designios de las visitas programadas por un juzgado de familia. En el desvarío de aquella noche decidió tener un perro para que le devolviera una genuina mirada de confianza y lealtad en días aciagos o en noches de soledad.

La idea que se le vino a la mente estaba cargada de rabia, resentimiento, y de un inconfesado deseo de venganza. ¡Quieren mentir, ahora tendrán mentiras!!!, gritó desafiante, ya recargado de energías y dejando, como las culebras, la piel de víctima con la cual había reptado las últimas semanas.

Mentir por mentir no tendría mucho efecto y probablemente se le volverían en contra, y se sintió ridículo e impotente. Pudo imaginar a abogados que como gárgolas sedientas lo demandarían por difamación, sacándole hasta el último billete. Sentir la impotencia y sus respectivas náuseas y vergüenzas terminó siendo una epifanía inesperada. La conclusión fue sencilla y quizás de sentido común pero nunca imaginó que sería tan decisiva: Lo primero es ser potente y luego, desde ese poder, mentir a destajo, impunemente. La culpa ni siquiera era motivo para pensar, ya había sido extirpada a manotazos y desgarros por la venganza que no estaba dispuesta a que le temblara la mano. Ahora, se dijo, vendría lo difícil y se puso a estudiar el mercado y pronto se vio estudiando la naturaleza humana. Mal que mal, se trataría de mentirle a un humano.

No pasaron más de diez semanas y ya había nacido Mimetic, inscrita legalmente y con su primer producto ya instalado en las redes sociales: “Cuente su Verdad”. Le hubiera gustado que se llamara Fake Fuck News pero eso atentaba con la idea de la clandestinidad necesaria. Había evaluado también llamarle ML por su nombre, Max Laier, pero prefirió un nombre de marca que no le involucrara. Nunca se sabe, se dijo, desconfiando del futuro. Mimetic, en cambio, camuflaba el verdadero giro del negocio bajo una apariencia de fantasía y de una fachada como empresa Consultora, especialista en Data. El mimetismo, había leído, es el arte del engaño, como lo han venido practicando numerosas especies para sobrevivir. Algunas para pasar desapercibidas y otras para optimizar la depredación. Los humanos habían tomado este arte de la naturaleza llevándolo a sofisticadas estrategias de guerra, al espionaje y, por cierto, a la especulación financiera. Poco a poco fue descubriendo la envergadura, sofisticación y virtuosismo del mentir verdadero. A la fascinación por el tema le siguió la inseguridad del aprendiz, aunque algo ya había practicado a lo largo de su existencia. Sobre todo, había practicado la mentira defensiva, para no ser castigado, pero ahora era el momento de pasar a la ofensiva y aplastar a quienes le habían secuestrado su vida para siempre.

Como experto en Datos y estadísticas, siempre había tenido cierta fobia a lo intelectual, sin embargo, las exigencias del negocio le estaban obligando a redactar algún textito, sencillo, potente y sobre todo alguna frase dicha por alguien respetable que respaldara la genuina necesidad de mentir. Como sustento ideológico, al elaborar la Visión de la empresa, tomó párrafos sueltos de Goebbels y otros de Maquiavelo, logrando que encajaran en una coherencia interna que le ayudaría a vender sus servicios. Leer la prensa, ver noticieros, seguir a la farándula, se convirtieron en un trabajo diario a fin de detectar a su futura clientela. El primer contrato lo consiguió después de descubrir la desesperación de un grupo político incapaz de contener los cambios sociales en un pequeño país de Latinoamérica. El Presupuesto fue considerado muy abultado, exorbitante, pero Mimetic argumentó que, si bien era suculento, al lado de lo que perderían no era más que una bicoca irrelevante. Tras ese éxito apabullante, quedó demostrado con cifras que la gente se traga la mentira como si fuera dulce de leche. Sin duda, la materia prima de Mimetic era el Miedo, en sus diversos formatos y obviamente era necesario identificar los mayores miedos que la población acarrea en silencio, envueltos en resignación.

 “La función de la agitación de masas es explotar todos los agravios, esperanzas, aspiraciones, prejuicios, miedos e ideales de todos los grupos especiales, sean sociales, religiosos, económicos, raciales, políticos”, había escrito J. Edgar Hoover, y a Mimetic le pareció que, viniendo del Director de la CIA, era un mandato casi religioso, que mantuvo con discreción y decoro.

Los éxitos se sucedieron como espuma y Mimetic debió contratar personal y abrir sucursales en varios países, no tanto para facturar sino para investigar a la población y a los personajes protagónicos de esa sociedad. La gestión seguiría estando bajo una mano firme, que ya había demostrado ser un As para detectar oportunidades. Por lo pronto, había hecho alquimia, convirtiendo toda la mierda que le tiraron encima, dejándolo anulado bajo un paso nivel de tren, en millones de dólares. La voracidad le llevó a diversificar las áreas de la empresa, tarea que fue paulatina y siempre al filo entre la audacia y el terror. Estaba aprendiendo un deporte de alto riesgo sin haber entrenado lo suficiente. La pareció, intuitivamente, que una primera andanada de mentiras debería servir para erosionar las confianzas, corroer, oxidar, lentamente al más duro. Así creo su primera área de especialización, la encargada de los Desprestigios, el área D. Le tomó algún tiempo el poder concluir y cuantificar los estragos del desprestigio, su duración en los Medios y las estrategias de respuesta de los ofendidos. Iba aprendiendo y refinando. La nueva área de Difamación fue un área más dura que la anterior, diferenciándose en que ya no se trataba de corroer sino de perforar. Obviamente, la tarifa era superior, como lo indican las leyes del mercado. Área DI se llamó para diferenciarla del Área D. Ambas áreas estaban focalizadas en personas o empresas y Max no tardó en descubrir que la llamada opinión pública era el telón de fondo donde danzaban las mentiras lacerantes del Área D y DI. El clima social sería un área nueva, cuyo objetivo, aparentemente más disperso e invisible era muy funcional a políticos, economistas, y al rating. El área CC se ocuparía de mantener la atmósfera amenazante de Caos o Crisis, alentando el clima de inseguridad y delincuencia, temas que encabezaban las inquietudes ciudadanas. Pronto, el Área CC se desgajó a pedido de algunos economistas que reclamaban un espacio para adivinar el futuro con suficiente desparpajo. Fue el área AE, el área económica encargada de sostener el miedo a la inflación, al despido, a la cesantía.

Y una cosa lleva a la otra. El área PC se creó internacionalmente para alertar sobre el populismo y los caudillos, especialmente los de izquierda, a fin de garantizar estabilidad social, inversión y una cifra de riesgo país medianamente decente. Un hijo natural del área PC fue el área EF que tendría la significativa misión de elaborar Encuestas falsas y además dar apoyo estadístico a todas las demás áreas. Por sobre todas las siglas correspondientes a las diversas áreas estaba “O”, el exclusivo departamento encargado de Orquestar todo lo anterior.

El crecimiento de Mimetic no estuvo exento de resbalones, de mentiras mal instalades o de réplicas feroces, asunto que obligó a echar mano a la creatividad para evitar los tribunales. Desprestigiar a jueces fue una medida en defensa propia pero luego fue un buen producto, muy demandado por políticos y empresarios neoliberales, que incrementó notablemente la facturación de Mimetic.

En forma secreta y por fuera de Mimetic, se sumó una empresa de escuchas telefónicas, un grupo de paparazzi encargados de dar soporte realista a las mentiras y, obviamente, se instaló la central de blops a buen resguardo de la ubicación IP. El departamento que más creció fue el de diseño gráfico que no daba abasto para ilustrar tanto contenido tendencioso. Como en toda empresa, surgieron problemas internos en las áreas creativas. Allí bullía una pugna entre aquellos diseñadores e ilustradores que tenían tendencia a caricaturizar las mentiras, y con ello a perder eficacia, y aquellos, Los Perfeccionistas, que defendían su oficio sin pretensiones artísticas o empecinados por construir algún curriculum futuro. Para dirimir este asunto, se creó un pequeño comité con aires de estudio de mercado para evaluar la aceptación o rechazo de los mensajes. Los primeros estudios confundieron aún más las cosas. La caricatura, entre los jóvenes, generaba simpatías burlonas y sarcásticas que no restaban credibilidad a la mentira, sin embargo, entre los mayores, acostumbrados a la foto periodística para certificar algo, éstos parecían dudar de la procedencia de la información, aunque igualmente creían a pies juntillas cualquier noticia intranquilizante.

La gran nave Mimetic surcaba los mares sin zozobras y la vida de Max discurría tranquila, sin notar la adrenalina que lo había hecho adicto y que le regalaba esa sensación placentera de la venganza bien parida. Aquella noche, al volver a su departamento, después de la celebración de siete años consecutivo de éxitos, se encontró con la mirada huidiza de Winwin, su querido Golden Retrivel con el que compartía soledades en aquel ático, mirando hacia una ciudad que se difuminaba con el parpadeo de luces lejanas. Lo notó extraño, distante, con una mirada de reojo, desconfiada, como si supiera algo que el aún no vislumbrara. Buscó alguna explicación y rellenó el pocillo con agua, y nada, agregó pellets, pero la mirada desconfiada aún lo rehuía desde un rincón. Intentó acariciar su cabeza, pero Winwin respondió con un delicado pero amenazante gruñido. Prendió el televisor para distraerse y el noticiario de medianoche recordó la conmemoración del atentado terrorista en Atocha, aquel 11 de marzo del 2004 y Winwin comenzó a aullar desconsoladamente como un lobo atrapado en su propia soledad.

Paso el tiempo, los meses, pero la imagen de su perro llorando no se le iba de la mente y menos del corazón. Sólo eso alteraba el deslumbrante éxito de sus negocios, que ya marchaban sin mayor esfuerzo, sólo impulsados por el viento de los logros. Su habilidad para detectar la mentira creció hasta lograr un grado de infalibilidad muy alto, incluso comenzó a identificar cuando las personas se mienten a sí mismas y construyen auto relatos patéticos de los cuales se vanaglorian con orgullo y desdén. Identificar la mentira en otros, en la televisión, en los políticos, en la publicidad, o en la tiendita de la esquina era un placer enorme, un permanente acertijo que lo convertía en adivino y le otorgaba la seguridad del vacunado, de que nadie, nunca más, podría mentirle, como la madre de Matilde, que le había estropeado la vida. Más placer le producía el acto mismo de mentir, era todo un arte que articulaba una dosis de verdad, la mentira misma y las expectativas del interlocutor, o dicho de otra manera, su predisposición a ser engañado. Al igual que un escritor que vive al interior de una trama durante los meses que demora el escribir la ficción, la mentira exige contarla desde dentro con tanta verdad como viven los personajes de una novela. Más de alguna vez, en alguna reunión social, citó a un autor a modo de identificación: “Entre todas las ficciones, la que menos le gustaba era la realidad”, decía el citado autor, dando por hecho que la realidad es en sí una ficción, a la vez que insinuaba o al menos Max así lo entendía, de que una ficción literaria no es más que una mentira bien contada, a tal punto que se constituye en verdad. En su práctica del mentir, había diferenciado el mimetismo del camuflaje que, aunque similares como intentonas de engañar, tenían una delicada diferencia. Mientras el mimetismo consistía en hacerse parte del paisaje, el camuflaje ponía su acento en esconderse. La mentira del mimetismo era ciertamente más existencial y la del camuflaje algo más anecdótica. Algunas de estas reflexiones eran propias pero la mayoría eran sacadas de libros y de horas navegando en las redes. Saborear el momento en que la mentira se apoderaba del otro, dejándolo indefenso ante una sola verdad y a ninguna alternativa era un placer inigualable, casi erótico. Mentir bien es un placer, pero tiene un lado oscuro, o al menos triste: debe ser un oficio clandestino, como la vida de un ladrón de joyas o de obras de arte que debe respetar un hermético anonimato, ajeno a vanidades y vanaglorias. Mentir exige discreción total y, por tanto, la acuciosa dedicación para no dejar huellas ni cabos sueltos. Es muy laborioso mentir profesionalmente, tan laborioso como preparar el robo de un banco o un museo. Los preparativos de la mentira son desafiantes y plagados de una incertidumbre adrenalínica, pero el momento de ejecutar la mentira y como ésta se va trenzando con la realidad del engañado no tiene precio. Mas de alguna vez se propuso decir la verdad, pero comprobó que tenía tanta validez como una mentira y así fue concluyendo que las personas escuchan lo que quieren escuchar, que están más preocupados de lo que quieren decir y así, en ese aturdimiento por opinar algo, terminan atrapados por el engaño. Durante la mentira bien urdida está el momento que Max llamaba secretamente el “cansancio del salmón” que no era otra cosa que soltar cuerda hasta que el salmón se canse de su esfuerzo para luego recoger la lienza. Y así lo hacía, soltaba la carnada y esperaba que la persona se agotara contando lo que tenía atragantado, los juicios o las rabias inconfesadas, hasta que se producía el momento para instalar la mentira. A veces, según la ocasión, lo hacía desde una pregunta presuntamente inocente y otras desde un proceso de seducción pletórico de entusiasmo o de una épica irrenunciable. Dado que el mentir exige estar vacunado de la inocencia y estar fuertemente contaminado de desconfianza, el mentiroso, se decía Max, siempre tendrá un Plan B para huir, y de ser pillado infraganti deberá tener una mentira prefabricada, jamás una negación o una disculpa, sólo una nueva mentira que supere a la anterior. Afortunadamente para Max, el niño Max había desarrollado una memoria descomunal que le permitía recordar, como aún recordaba el bulling y algunas traiciones sufridas, cada mentira, cada detalle, de modo que nunca le asoló la desconfianza de estar confundiendo una mentira con otra. En estos deleites vivía Max, entremezclando su histrionismo con numerosas conquistas, declarándose definitivamente feliz y suficientemente confiado de que nunca más sería engañado.

Aquella mañana, mientras intruseaba en las redes sociales con el morbo justo y necesario para no considerarse un adicto, quiso tomar un sorbo del café que acostumbraba a desayunar en su ático, cuando Winwin volvió a aullar con desespero. Había pasado justo un año y mañana, de nuevo, sería un 11 de marzo. Intentó dejar de lado ese inquietante momento y siguió hurgando en las noticias, las de farándula y de los otras. Como una jabalina clavada en el pecho, una noticia lo dejó pasmado. Intentó dejar el café en la mesita, pero lo depositó en el aire. Le galopaba el corazón y no sabía si recoger las esquirlas de la taza, limpiar el café de sus tobillos o continuar leyendo. La noticia era inequívoca y literalmente letal:

“Fallece exitoso empresario Max Laier Wolff.” Tras una breve reseña de sus logros como asesor de gobiernos, países, e instituciones, la nota agregaba: Las exequias se realizarán mañana 11 de marzo a las 11:00 AM, en la Capilla de la Iglesia del Pilar, junto al Cementerio Católico “La verdad redime”.

A Max no le cupo duda de que la noticia se refería a él, incluso la foto coincidía, y la referencia a su hija Matilde era precisa: una adolescente que estudia Ciencias noéticas en la Universidad de Friburgo donde pronto entraría a estudiar Ingeniería Genética con especialidad en el Modelo Crispr. ¡Todo eso lo sabían, y con detalles!!!

Obviamente era un rumor, una fake news, de hecho, podía demostrar que estaba vivo. Sólo era una vulgar mentira para arrebatarle el trono en el negocio, una burda maniobra que obviamente vendría con aderezo hasta convencer a la opinión pública de que estaba muerto, aunque estuviera vivo. Sabía que sería tema de matinales y noticieros, sabía que habría entrevistados que asegurarían que la enfermedad terminal la mantenía en secreto, que su mente desvariaba y que la lucidez de antaño se había esfumado. Lo sabía porque quien mejor que el profesor podría saberlo. Todo eso le obligaría a contratacar, asunto que le pareció desafiante e incluso entretenido. Por ahora, la curiosidad estaba focalizada en el funeral de mañana. No pudo resistir la tentación de acercarse a la Iglesia del Pilar para comprobar cómo y con qué nivel de sofisticación habían armado la noticia, aunque podría apostar, con su experiencia, de que nada especial ocurriría. Pero a lo lejos vio llegar a Matilde, llorosa y vio un féretro entrando a la iglesia, le pareció ver a su ex consolando a su hija, aunque los arbustos le impedían ver con claridad. Permaneció oculto hasta que los deudos, entre los cuales divisó a algunos clientes, se hubieran alejado para conversar con el párroco. Haciéndose el despistado, preguntó por el nombre del difunto. Nombre que el sacerdote, sin mirarle a la cara, deletreó con parsimonia vaticana en el libro parroquial: Max Laier Wolf. ¿Vio al difundo?, fue la siguiente pregunta. Lacónicamente el prelado aseveró que el ataúd venía cerrado y sellado, y desapareció en la sacristía como alma en pena antes que alcanzara a preguntarle si el occiso era gordo o flaco a fin de evaluar si el cajón estaba vacío o no.

No pasaron muchos días hasta que consiguió, con un amigo abogado, la exhumación del cadáver. Una llovizna persistente y una ansiedad ilimitada sostenían ese evento íntimo de desenterrarse a sí mismo, aunque su intuición le decía que aquel cajón vacío no era más que una burla de quienes le estaban usurpando el negocio y, de paso, erosionando su seguridad. Le extrañó que los tornillos de la urna estuvieran oxidados, pero esperó pacientemente junto a los 4 testigos que por ley debían confirmar la identidad del muerto. El único que se sorprendió al abrirse el féretro fue Max Laier que vio a Max Laier en el cajón, aunque con 19 años menos, vestido con aquella chaqueta de tweed con la que viajó a Madrid para encontrarse en Atocha con la que sería su esposa, ya embarazada de Matilde, aquel 11 de marzo. Apenas reconocible, la chaqueta estaba apolillada pero el cadáver estaba intacto, casi vivo. Disimulando el impacto, agradeció con un gesto impreciso y se alejó, confundiéndose con la neblina para encontrar allí, alguna explicación plausible: estoy vivo y también estoy muerto hace 19 años, y lo repitió varias veces para exorcizar la paradoja. Todo fue una mentira, y también una verdad, agregó a sus pensamientos oscilantes, para poder comprender, si es que era posible. Saliendo del cementerio caminó sin saber a ciencias cierta si existía. Y de lo único que tuvo certeza, unos metros más allá, fue de que eso nunca lo podría contar a nadie a riesgo de ser acusado de mentiroso.

9 octubre 2022 /Palermo


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