sábado, 6 de agosto de 2022


 

Extracto de la novela ”Algo huele mal”

 

Comenzó a sentir un hormigueo en la planta de los pies y una sensación de no pertenecer a su cuerpo le fue invadiendo hasta convencerlo de que estaba muerto. Ajeno a todo, le pareció que recobraba su identidad y al abrir los ojos, se encontró en medio de la vastedad de un desierto infinito, inmóvil, sólo agitado por las vibraciones de un espejismo que ondulaba la línea del horizonte con un vaivén suave. En esa calma soledad, el graznido de un ave prehistórica le volteó la mirada hacia las nubes espesas, escudriñando entre ellas para descubrirla. Pero no había nada, sólo se retorcían las nubes, entre voluptuosas y amenazantes. Debo estar soñando, pensó por un momento, pero sintió que sus pies ya no hormigueaban sino que se multiplicaban en miles de raíces que presurosas buscaban adentrarse en la tierra, con la ansiedad del sediento. Estaba anclado al terruño, inmovilizado como una estaca. Quiso hacer una torsión para liberarse, pero sus brazos se habían convertido en ramas y le hizo gracia agitarlas para recordar el viento que movía las hojas cuando era ese niño que, desde la cuna jugaba con el sol filtrado por el follaje de aquel jardín, se dio cuenta de que existía. Embelesado con su follaje, se percató que era un árbol que, aferrado al suelo, estaría siempre solo, alimentado con el sol y con la alegría de mover sus hojas. Mientras oteaba al horizonte, buscando pájaros en tránsito, comenzó a sentir un cosquilleo en sus raíces y un deseo voluptuoso de atrapar aquella sensación. Cuando se hizo de noche y el páramo parecía vibrar con las estrellas, tuvo la certeza de que estaba unido a otros árboles en un abrazo subterráneo, y se dejó llevar por la red. Supo que había pasado por debajo de un bosque, que a ratos debía acercarse a la superficie para saludar a algunas hortalizas, visitó el mato grosso e incluso, bajo los desiertos, encontró a quien saludar. Pensó que quizás eso era el amor y continuó viaje, reconociendo a olmos, robles, secuoyas, cerezos, respetando sus identidades en medio de la mayor comunidad radicular que nunca haya existido. Se adentró más profundo y compartió con algas y corales. Al amanecer, volvió, trepó por su tronco, saludó al sol, y desde la atalaya de su follaje comprobó que estaba solo, solo en la superficie, pero muy acompañado debajo de ésta. A pesar de esto, ese día estuvo triste y los nubarrones le acompañaron disparando algunos rayos con el estruendo de barriles rodando por empedrados. Recibió la lluvia con agradecimiento y quiso volar para descubrir de dónde nacía, pero no pudo, sólo alcanzo a alzar sus ramas como un clamor frustrado. Pasaron los meses y sintió que la soledad le engrosaba la corteza, la ponía áspera y rígida. Pensó que moriría. Un atardecer apareció una manada de humanos que caminaban desganados hacia un destino incierto y no les envidió. Sólo rogó que aquella noche no se detuvieran cerca y lo eligieran como leña. En el letargo del invierno, silencioso y lento, comenzó a sentir vibraciones en todas sus raíces, y su alma comenzó a alegrarse, se agitó la savia y miró en todas direcciones. El retumbar, como timbales encabritados, aumentó hasta que se hizo visible: eran cientos de árboles que se acercaban cantando. Eran la Ents que venían a invitarlo a marchar juntos, eran los árboles caminantes que venían a sacarlo de su soledad. Repentinamente, antes que los Ents se acercaran, apareció un hombre con un hacha filosa y comenzó a herirlo con fiereza. Aunque intentó escapar no pudo, estaba anclado a la tierra y los Ents aún no llegaban. Angustiado, agitó las ramas para apurar a los árboles caminantes, pero las heridas se profundizaban. No sabía quién era ese hombre, y porqué le hacía daño. Lo miró a la cara y vio al doctor Llorente, con la mirada turbia y una mueca de placer.

Despertó transpirado, con el pulso agitado y sólo pudo volver al planeta cuando Fellini saltó sobre el con la impertérrita expresión gatuna de felicidad disimulada. Tomó desayuno a las 10:05 en un café de calle Muntaner, a unos trescientos metros, para decidir si era conveniente ir a ver a Irma. El café y el scone tibio lograron borrar la pesadilla, aunque el desánimo se le quedó pegado. Tomó un taxi.

 

  La Noticia Jaime Larraín Ayuso   Llovía como si nunca lo hubiera hecho. Las calles y los autos se habían diluido con el vendaval y u...